EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO
Antonio Escohotado
Las explicaciones del mundo, y sus proyectos de reforma, sufren grandes vaivenes. Al irresistible ascenso del psicoanálisis, por ejemplo, ha seguido un ocaso casi tan irresistible de su influencia, y algo semejante –aunque todavía más brusco- está aconteciendo no ya con el comunismo, sino con la crítica al sistema económico en el que vivimos. De ahí el interés que presenta un reciente y voluminoso libro de dos profesores franceses de sociólogía1, cuyo objeto es examinar el gran cambio ocurrido en nuestras opiniones sobre el capitalismo. El aspecto más técnico y a la vez más sugestivo de la obra es un análisis de la literatura sobre gestión empresarial, primero en los años 60 y luego en los 90. Boltansky y Chiapello, los autores, muestran hasta qué punto el criterio de hace cuarenta años (planificación centralizada, principio de autoridad, crecimiento a toda costa) ha dado paso a una formación de cuadros presidida por pautas de autonomía, producción ajustada y desarrollo espontáneo de cada proyecto, donde a fin de cuentas prima lo “excitante de la creatividad”. A los managers actuales se les proponen consignas tipo Mayo del 68 –la imaginación al poder, prohibido prohibir-, presididas por un énfasis en libertad y autenticidad que se contrapone expresamente a formalismo burocrático y organización piramidal. Las metas son descentralización, flexibilidad, desmantelamiento de las líneas jerárquicas, innovación, servicios personalizados y, en definitiva, estructuras adaptadas a un mundo “conexionista”. Durante las últimas décadas –a medida que iba descubriendo nuevas maneras de hacer dinero-, el capitalismo ha producido más márgenes de ganancia empresarial, más dividendos para los inversores y más cotizaciones sociales, acercándose así a la “gran sociedad” prometida por Adam Smith, donde el progreso material suscitado por una eficiencia en el empleo de los recursos (gracias a que nadie lo organiza) se articula con el sistema de libertades y garantías conocido como Estado de Derecho. Progreso, eficiencia y justicia también los prometió el socialismo llamado “real”, si bien su posterior naufragio explica que el empresario óptimo en tiempos de guerra fría apenas se parezca al óptimo para el momento actual. Aquél, fascinado por la producción masiva con métodos paramilitares, es hoy un aspirante a inventor sutil, convencido de que el autoritarismo resulta antieconómico. Según Boltansky y Chiapello, este nuevo espíritu ha desarmado al inconformismo en sus modalidades tradicionales, que fueron una “crítica artista” (sostenida por “intelectuales, artistas y dandys”) y una “crítica social” sostenida por el movimiento obrero. La primera rechazaba el trabajo en sí, como requisito de supervivencia o bienestar, mientras la segunda denunciaba el egoismo de los intereses particulares, y aunque tanto el estilo como las motivaciones de una y otra posición eran muy distintos –por no decir inconciliables-, durante muchas décadas sostuvieron un frente común de “izquierdismo” ante el “derechismo”. Dicha alternativa resulta anacrónica en las sociedades contemporáneas, pues el nuevo capitalismo redescubre sus resortes primariamente humanos (destreza, diligencia, conocimientos), borrando incluso la diferencia entre “el realismo del hombre de negocios y el idealismo del hombre de cultura”. Hasta aquí todo es claro, informativo y oportuno. Lo discutible viene luego, pues la muy legítima búsqueda de una actitud crítica produce recetas extrañas. La vena intelectualista sugiere seguir fieles a la “transgresión” (mediante “movimientos puramente críticos que no necesitan ni teoría ni práctica”), mientras la vena obrerista lamenta una “pleamar del individualismo”. Si la esencia del mal anterior era una movilidad social escasa, que mantenía rico al rico y pobre al pobre con independencia de su respectiva disposición al trabajo, ahora “se abate una maldición sobre los menos competentes, los más frágiles física y psíquicamente, los menos maleables”. Confundiendo así mercado de trabajo con beneficencia y terapia de apoyo psicológico, Boltansky y Chiapello reivindican un derecho del incompetente a retribuciones “no desiguales”, por ejemplo, si bien en su esfera académica se guardarían de apoyar la contratación de profesores incompetentes, entre otras cosas porque eso defrauda sus deberes de selección, malversando caudales públicos. Así, la perspectiva científica o imparcial del tema envereda por el discurso victimista, sin percibir que precisamente por eso su “crítica” sólo cala en la exigua minoría que todavía desea nacionalizar la producción y el crédito, entregando el control de todas las acciones a un Conductor tan mesiánico como crónico. Mientras el mundo –desde luego, con no poca ingenuidad e hipocresía- exalta a los felices, estos profesores exigen “el alivio de los infelices”, como si unos y otros no albergasen comunes afanes de prosperidad, y como si conociésemos algún atajo para extender de inmediato la dicha a todos sin excepción, entendiendo por atajo algo distinto del pavor ya puesto en práctica por planes de colectivización forzosa. Pasa entonces por resurrección del sentido crítico y del realismo algo tan hiperconservador e irrealista como añorar “las antiguas identidades sociales” (léase clases) y su “antagonismo” (léase guerra civil), confundiéndose el enlucido de edificios ruinosos con proyectos para sostener y levantar predios menos miserables. Se nos dice que “el capitalismo es [...] un sistema absurdo, donde los asalariados han perdido la propiedad sobre el resultado de su trabajo [...] y los capitalistas están aherrojados por un proceso insaciable de acumulación.” Y bien, todos los humanos (e incontables vivientes) son seres metabólicos, sujetos a orinar lo que beben, para verse forzados a volver a beber y volver a orinar hasta el momento de su última hora. Siguiendo el argumento de Boltansky y Chiapello, la absorción seguida por una evacuación de agua y otros líquidos “es un sistema absurdo”. Pero ¿qué alternativa hay a ese “absurdo”? Que yo sepa, recibir plasma por vía intravenosa y evacuarlo mediante sonda uretral, cosa por lo demás sumamente parecida a procurar un “alivio de los infelices” con artificios totalitarios. Llámase asalariado a quien trabaja por cuenta ajena, con todas sus ventajas e inconvenientes, y llámase capitalista a quien trabaja por cuenta propia, con todas sus ventajas e inconvenientes. Hora es de admitir que estos extremos se realimentan, tras el delirio de creer que una sociedad mejorará prohibiendo o coartando el trabajo por cuenta propia. Lejos de esperar acríticamente lo que el futuro depare, deberíamos conquistar un sentido crítico no hipotecado a tópicos incoherentes. En pleno anarco-capitalismo, que es donde estamos, el verdadero rebelde empezará por percibir a fondo su circunstancia, cosa bien distinta de sermonear al prójimo con tal o cual ideología. Sólo así podrá concentrarse en cambiar algunas leyes, asegurando mejor el cumplimiento de otras, porque las normas –bastante más aún que las ideas-. son el terreno práctico y común por excelencia.
Antonio Escohotado
Las explicaciones del mundo, y sus proyectos de reforma, sufren grandes vaivenes. Al irresistible ascenso del psicoanálisis, por ejemplo, ha seguido un ocaso casi tan irresistible de su influencia, y algo semejante –aunque todavía más brusco- está aconteciendo no ya con el comunismo, sino con la crítica al sistema económico en el que vivimos. De ahí el interés que presenta un reciente y voluminoso libro de dos profesores franceses de sociólogía1, cuyo objeto es examinar el gran cambio ocurrido en nuestras opiniones sobre el capitalismo. El aspecto más técnico y a la vez más sugestivo de la obra es un análisis de la literatura sobre gestión empresarial, primero en los años 60 y luego en los 90. Boltansky y Chiapello, los autores, muestran hasta qué punto el criterio de hace cuarenta años (planificación centralizada, principio de autoridad, crecimiento a toda costa) ha dado paso a una formación de cuadros presidida por pautas de autonomía, producción ajustada y desarrollo espontáneo de cada proyecto, donde a fin de cuentas prima lo “excitante de la creatividad”. A los managers actuales se les proponen consignas tipo Mayo del 68 –la imaginación al poder, prohibido prohibir-, presididas por un énfasis en libertad y autenticidad que se contrapone expresamente a formalismo burocrático y organización piramidal. Las metas son descentralización, flexibilidad, desmantelamiento de las líneas jerárquicas, innovación, servicios personalizados y, en definitiva, estructuras adaptadas a un mundo “conexionista”. Durante las últimas décadas –a medida que iba descubriendo nuevas maneras de hacer dinero-, el capitalismo ha producido más márgenes de ganancia empresarial, más dividendos para los inversores y más cotizaciones sociales, acercándose así a la “gran sociedad” prometida por Adam Smith, donde el progreso material suscitado por una eficiencia en el empleo de los recursos (gracias a que nadie lo organiza) se articula con el sistema de libertades y garantías conocido como Estado de Derecho. Progreso, eficiencia y justicia también los prometió el socialismo llamado “real”, si bien su posterior naufragio explica que el empresario óptimo en tiempos de guerra fría apenas se parezca al óptimo para el momento actual. Aquél, fascinado por la producción masiva con métodos paramilitares, es hoy un aspirante a inventor sutil, convencido de que el autoritarismo resulta antieconómico. Según Boltansky y Chiapello, este nuevo espíritu ha desarmado al inconformismo en sus modalidades tradicionales, que fueron una “crítica artista” (sostenida por “intelectuales, artistas y dandys”) y una “crítica social” sostenida por el movimiento obrero. La primera rechazaba el trabajo en sí, como requisito de supervivencia o bienestar, mientras la segunda denunciaba el egoismo de los intereses particulares, y aunque tanto el estilo como las motivaciones de una y otra posición eran muy distintos –por no decir inconciliables-, durante muchas décadas sostuvieron un frente común de “izquierdismo” ante el “derechismo”. Dicha alternativa resulta anacrónica en las sociedades contemporáneas, pues el nuevo capitalismo redescubre sus resortes primariamente humanos (destreza, diligencia, conocimientos), borrando incluso la diferencia entre “el realismo del hombre de negocios y el idealismo del hombre de cultura”. Hasta aquí todo es claro, informativo y oportuno. Lo discutible viene luego, pues la muy legítima búsqueda de una actitud crítica produce recetas extrañas. La vena intelectualista sugiere seguir fieles a la “transgresión” (mediante “movimientos puramente críticos que no necesitan ni teoría ni práctica”), mientras la vena obrerista lamenta una “pleamar del individualismo”. Si la esencia del mal anterior era una movilidad social escasa, que mantenía rico al rico y pobre al pobre con independencia de su respectiva disposición al trabajo, ahora “se abate una maldición sobre los menos competentes, los más frágiles física y psíquicamente, los menos maleables”. Confundiendo así mercado de trabajo con beneficencia y terapia de apoyo psicológico, Boltansky y Chiapello reivindican un derecho del incompetente a retribuciones “no desiguales”, por ejemplo, si bien en su esfera académica se guardarían de apoyar la contratación de profesores incompetentes, entre otras cosas porque eso defrauda sus deberes de selección, malversando caudales públicos. Así, la perspectiva científica o imparcial del tema envereda por el discurso victimista, sin percibir que precisamente por eso su “crítica” sólo cala en la exigua minoría que todavía desea nacionalizar la producción y el crédito, entregando el control de todas las acciones a un Conductor tan mesiánico como crónico. Mientras el mundo –desde luego, con no poca ingenuidad e hipocresía- exalta a los felices, estos profesores exigen “el alivio de los infelices”, como si unos y otros no albergasen comunes afanes de prosperidad, y como si conociésemos algún atajo para extender de inmediato la dicha a todos sin excepción, entendiendo por atajo algo distinto del pavor ya puesto en práctica por planes de colectivización forzosa. Pasa entonces por resurrección del sentido crítico y del realismo algo tan hiperconservador e irrealista como añorar “las antiguas identidades sociales” (léase clases) y su “antagonismo” (léase guerra civil), confundiéndose el enlucido de edificios ruinosos con proyectos para sostener y levantar predios menos miserables. Se nos dice que “el capitalismo es [...] un sistema absurdo, donde los asalariados han perdido la propiedad sobre el resultado de su trabajo [...] y los capitalistas están aherrojados por un proceso insaciable de acumulación.” Y bien, todos los humanos (e incontables vivientes) son seres metabólicos, sujetos a orinar lo que beben, para verse forzados a volver a beber y volver a orinar hasta el momento de su última hora. Siguiendo el argumento de Boltansky y Chiapello, la absorción seguida por una evacuación de agua y otros líquidos “es un sistema absurdo”. Pero ¿qué alternativa hay a ese “absurdo”? Que yo sepa, recibir plasma por vía intravenosa y evacuarlo mediante sonda uretral, cosa por lo demás sumamente parecida a procurar un “alivio de los infelices” con artificios totalitarios. Llámase asalariado a quien trabaja por cuenta ajena, con todas sus ventajas e inconvenientes, y llámase capitalista a quien trabaja por cuenta propia, con todas sus ventajas e inconvenientes. Hora es de admitir que estos extremos se realimentan, tras el delirio de creer que una sociedad mejorará prohibiendo o coartando el trabajo por cuenta propia. Lejos de esperar acríticamente lo que el futuro depare, deberíamos conquistar un sentido crítico no hipotecado a tópicos incoherentes. En pleno anarco-capitalismo, que es donde estamos, el verdadero rebelde empezará por percibir a fondo su circunstancia, cosa bien distinta de sermonear al prójimo con tal o cual ideología. Sólo así podrá concentrarse en cambiar algunas leyes, asegurando mejor el cumplimiento de otras, porque las normas –bastante más aún que las ideas-. son el terreno práctico y común por excelencia.
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