Sr. Papa:
Espero que no le moleste que le dirija unas líneas. Con ellas no deseo ni ofenderle a usted ni a ningún católico; allá cada cual con sus creencias. Déjeme precisarle, sin embargo, y antes de entrar en materia, que yo no soy cristiano, aunque tengo algún buen amigo que sí lo es. Fui bautizado y educado en el catolicismo, pero perdí la fe cuando, ya adulto, leí ese libro maravilloso llamado Biblia, que se suponía escrito –según me habían enseñado- por intervención divina. Descubrí allí un Dios sanguinario e implacable, que exigía que ciudades enteras fueran pasadas a cuchillo, que incluso imponía el asesinato de los lactantes. Aquel Dios, señor Papa, no era para mí. Las lecturas posteriores de los Evangelios, con un Dios mucho más tolerante, mucho más humano, no consiguieron borrar de mi conciencia la huella que el Dios inmisericorde que Josué y David habían impreso. Así que aprendí a vivir sin más fe que la que puede depositarse en el género humano.
Pero incluso sin fe, sin estar demasiado interesado en los asuntos de la Iglesia, a menudo me pregunto que lleva usted en la cabeza, en que piensa, cuáles son sus sentimientos. Me pregunto: ¿creerá realmente ese hombre que Dios está tras él, que cuanto hace está inspirado por el Altísimo?, ¿se sentirá un intermediario divino, o más bien el jefe de una inmensa burocracia, de un aparato de poder económico, ideológico, también, por supuesto, religioso?, ¿cómo es la fe del Papa?
Pienso en lo que haría yo si fuera Papa y creyera en la existencia de un Dios justo y misericordioso. Entonces me veo en Sarajevo. Aunque mi seguridad no estuviera garantizada por los hombres –mi alma estaría en manos de Dios-, exponiendo mi pobre cuerpo miserable al albur de la Providencia. Salto a otra imagen y me veo entre los pobres, a pie, sin papamóvil, sin jefes de estado que me reciban al pie de la escalera del avión esperando que deposite un ridículo beso en el sucio asfalto de la pista. Me veo proclamando la igualdad real de las mujeres, el amor –físico también- entre seres humanos que se necesitan. Me imagino compartiendo las alegrías y miserias de mis contemporáneos, sus tristezas, su dolor, su indignación ante la injusticia. Y me veo entre ellos, junto a ellos, no en un púlpito, no en un balcón, no en una plaza atestada de fans incondicionales. Son fantasías, claro. A veces sueño.
¿Sabe que soñé el otro día? Yo era usted, y recibía en el Vaticano a una delegación japonesa. Fueron directos al grano: querían La Pietá. Ofrecían mil quinientos millones de dólares. Un cardenal siciliano cayó en redondo, casi se desnuca. ¡Vender esa obra genial, nunca! Todos estaban alborotados. Todos menos yo. Tomé una decisión casi al instante: ¡vendida!
Durante unos días tomé precauciones, ya sabe, con la comida y esas cosas. Después de todo más de un Papa ha muerto por sorpresa. Mandé hacer una copia exacta de la obra. A su lado hice instalar una placa. En ella se leía: Lo que usted está viendo es una copia. El original está enterrado en los corazones de cien mil niños ruandeses, en cien mil pozos en la India, en cien mil escuelas en todo el mundo, en hospitales, en herramientas, maquinaria agrícola, material de todo tipo.
Creo que en Japón la instalaron en una urna a prueba de todo, a la entrada de una fábrica de automóviles. Allí podía contemplarse el original, pero por alguna razón la gente prefería contemplar la copia.
Sólo era un sueño. Pero quería contárselo.
EL VIEJO TOPO (Nº 78) - Octubre de 1.994
Espero que no le moleste que le dirija unas líneas. Con ellas no deseo ni ofenderle a usted ni a ningún católico; allá cada cual con sus creencias. Déjeme precisarle, sin embargo, y antes de entrar en materia, que yo no soy cristiano, aunque tengo algún buen amigo que sí lo es. Fui bautizado y educado en el catolicismo, pero perdí la fe cuando, ya adulto, leí ese libro maravilloso llamado Biblia, que se suponía escrito –según me habían enseñado- por intervención divina. Descubrí allí un Dios sanguinario e implacable, que exigía que ciudades enteras fueran pasadas a cuchillo, que incluso imponía el asesinato de los lactantes. Aquel Dios, señor Papa, no era para mí. Las lecturas posteriores de los Evangelios, con un Dios mucho más tolerante, mucho más humano, no consiguieron borrar de mi conciencia la huella que el Dios inmisericorde que Josué y David habían impreso. Así que aprendí a vivir sin más fe que la que puede depositarse en el género humano.
Pero incluso sin fe, sin estar demasiado interesado en los asuntos de la Iglesia, a menudo me pregunto que lleva usted en la cabeza, en que piensa, cuáles son sus sentimientos. Me pregunto: ¿creerá realmente ese hombre que Dios está tras él, que cuanto hace está inspirado por el Altísimo?, ¿se sentirá un intermediario divino, o más bien el jefe de una inmensa burocracia, de un aparato de poder económico, ideológico, también, por supuesto, religioso?, ¿cómo es la fe del Papa?
Pienso en lo que haría yo si fuera Papa y creyera en la existencia de un Dios justo y misericordioso. Entonces me veo en Sarajevo. Aunque mi seguridad no estuviera garantizada por los hombres –mi alma estaría en manos de Dios-, exponiendo mi pobre cuerpo miserable al albur de la Providencia. Salto a otra imagen y me veo entre los pobres, a pie, sin papamóvil, sin jefes de estado que me reciban al pie de la escalera del avión esperando que deposite un ridículo beso en el sucio asfalto de la pista. Me veo proclamando la igualdad real de las mujeres, el amor –físico también- entre seres humanos que se necesitan. Me imagino compartiendo las alegrías y miserias de mis contemporáneos, sus tristezas, su dolor, su indignación ante la injusticia. Y me veo entre ellos, junto a ellos, no en un púlpito, no en un balcón, no en una plaza atestada de fans incondicionales. Son fantasías, claro. A veces sueño.
¿Sabe que soñé el otro día? Yo era usted, y recibía en el Vaticano a una delegación japonesa. Fueron directos al grano: querían La Pietá. Ofrecían mil quinientos millones de dólares. Un cardenal siciliano cayó en redondo, casi se desnuca. ¡Vender esa obra genial, nunca! Todos estaban alborotados. Todos menos yo. Tomé una decisión casi al instante: ¡vendida!
Durante unos días tomé precauciones, ya sabe, con la comida y esas cosas. Después de todo más de un Papa ha muerto por sorpresa. Mandé hacer una copia exacta de la obra. A su lado hice instalar una placa. En ella se leía: Lo que usted está viendo es una copia. El original está enterrado en los corazones de cien mil niños ruandeses, en cien mil pozos en la India, en cien mil escuelas en todo el mundo, en hospitales, en herramientas, maquinaria agrícola, material de todo tipo.
Creo que en Japón la instalaron en una urna a prueba de todo, a la entrada de una fábrica de automóviles. Allí podía contemplarse el original, pero por alguna razón la gente prefería contemplar la copia.
Sólo era un sueño. Pero quería contárselo.
EL VIEJO TOPO (Nº 78) - Octubre de 1.994
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