Graffiti move, graffiti movies. (cine y graffitti)
Por Fernando Figueroa de Minotauro Digital
El graffiti, como signo de transgresión del orden establecido o como síntoma de malestar ante una situación dominante, constituye uno de los más apasionantes fenómenos sociales que podamos encontrar. Como movimiento estético suburbano, el Graffiti Movement es del mismo modo una de las manifestaciones artísticas populares más sorprendentes de este siglo, sin que nada semejante iguale su presente dimensión a lo largo de la Historia. Por consiguiente, desde su génesis en Philadelphia y New York en los años 60 hasta hoy y con su integración dentro del movimiento Hip Hop desde 1976, el graffiti pasa de ser una constante anomalía cultural en la historia escatológica de Occidente a constituir una propuesta alternativa y rupturista cara al entendimiento del hecho creativo y del rol artístico en el espacio de las grandes ciudades. Traspasa su grosero espacio natural, para irrumpir colorista frente a la normativa sociedad moderna y la atosigante cultura de masas.
Evidentemente, en la construcción y el éxito de esta contracultura, el cine juega un papel decisivo tanto a la hora de describirla como en la construcción de su imagen pública. Esta estrecha relación entre el mundo del cine y el del graffiti se refleja en tres bloques principales: primero, el cine que acoge el graffiti ligado al crimen (Gansta Graffiti); segundo, el que acoge el vandálico-artístico de los escritores de graffiti (Graffiti Movement) y tercero, el que se ocupa de una desviación total o parcial de sus fuentes originales, representada por algunos escritores que se encaminaron por la senda institucional, como fue el caso de Jean-Michel Basquiat o Keith Haring (Graffitismo).
El graffiti de las bandas callejeras
Jean Baudrillard distinguía en los años 70, dentro del panorama grafitero newyorkino, básicamente dos tipos de graffiti. Uno de ellos -el que se corresponde con este bloque- era el ligado a la expresión agresiva de las minorías raciales de los guetos de El Bronx, Brooklyn, Harlem, Manhattan, Queens, etc.; de fuerte y simple contenido ideológico y que llegará a dirigirse hacia terrenos de desarrollo ilegales.
El primer testimonio cinematográfico de este tipo podría situarse en la película West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961). En ella, dos bandas, los blancos Jets y los puertorriqueños Shark, conviven y se enfrentan marcando sus territorios con pintadas. No obstante, sus escenas iniciales recaban nuestro interés no sólo por salpicarnos con primitivas muestras de graffiti o por describirnos el espacio urbano y su sentido dramático, sino porque además la coreografía de este musical nos participa de unas prácticas habituales, consistentes en competiciones de baile y definidas como duelos incruentos, precedentes del breakdance, una seña de identidad fundamental de los B-boys. A esta película le siguen otras ya en los años 70 como, por ejemplo, Assault on Precinct 13th (John Carpenter, 1976), Warriors (Walter Hill, 1979) y Boulevard Nights (Michel Pressman, 1979) o, en los 80 y 90, Fort Apache, the Bronx (Daniel Petrie, 1980), Colors (Dennis Hopper, 1988), Do the Right Thing (Spike Lee, 1989) y Boyz'n the Hood (John Singleton, 1991) que muestran un graffiti más madurado tecnológica, técnica y estéticamente (Spraycan Art) dentro de un contexto marcado por la opresión del gueto que conduce al enfrentamiento y a la evasión; fijada en unos enclaves tan físicos como simbólicos como son New York City o Los Angeles. Todas ellas se sirven del graffiti como un elemento más del escenario, de la ambientación y acaban confundiendo los dos primeros tipos en una misma unidad.
Warriors -siguiendo la novela de Sol Yurick- es un buen ejemplo de esta visión unificada, fundada en la existencia de un desconocimiento general del público de las minucias tipológicas de esta expresión urbanícola. Pese a todo, en Warriors se patentiza tímidamente esa disyuntiva entre una tribal epigrafía delictiva, pura y dura, que practican "los mejores de Coney Island" y un pacifista Subway Art que rehuye la vorágine de violencia urbana que estalla realmente desde principios de los 70 con grupos como los Intercrime, los Valley Boys, los Edenwald Boys o los Black Pearls de El Bronx o los Jolly Stompers, los Tomahawks o los Black Spades de Brooklyn. Una explosión que, no obstante, implica la creación de bandas de escritores como los Vanguards, los Last Survivors o los Ex-Vandals que van más allá de lo que se entiende por un grupo de grafiteros al uso. Sin embargo, el esfuerzo didáctico a este respecto es escaso, reinando la confusión que provoca la identificación del graffiti con la criminalidad.
El graffiti de los escritores de graffiti
Éste se vincula con el otro tipo de Baudrillard y eminentemente es una réplica contracultural a la cultura oficial, al estado de cosas imperante, desde una iniciativa de base principalmente individual. Las primeras de estas películas surgen en un momento en que la repercusión de este tipo de manifestaciones y la atención que se le presta desde los medios traspasa los límites locales. Éstas se revisten de un halo emblemático para los iniciados en el movimiento, ya que suelen estar protagonizadas en ocasiones por figuras históricas del graffiti (LEE, CRASH, LADY PINK, etc.) y presentan las bases técnico-operativas y la filosofía de vida del movimiento. Wild Style (Charles Ahearn, 1983) y el documental Style Wars (1983), producido por Henry Chalfant y Tony Silver, preestrenado en 1983 en la Sidney Janis Gallery, son las dos más destacadas, seguidas por Bad Boys (Rick Rosenthal, 1983) o el vídeo Buffalo Gals (Malcolm McLaren, 1982). Esta última ya anuncia la entrada de intereses comerciales en la rentabilización como género de esta temática desde el segundo tercio de los 80. No obstante, las películas de factoría -representadas por la Warner Bros.- van a ser los principales divulgadores del fenómeno por esos años en Europa occidental, incluida España, favoreciendo con sus estrenos el arraigo popular en sectores juveniles de la estética hip-hop y el vandalismo artístico del graffiti junto al rap y el break. Esta difusión se asienta en su visión positiva como medio de protección frente a los estragos de la droga o la delincuencia y como vía para llegar a la fama desde la rebeldía, retomando a su manera el discurso del American dream. Sobresalen entre ellas: Breakin' (Joel Silberg, 1984), Beat Street (Stan Lathan, 1984) o Breakin' 2: Electric Bogaloo (Sam Firstenberg, 1984), exhibidas primeramente en los circuitos de las ferias de arte con una intencionalidad aparentemente documental.
Cabe resaltar en un lugar aparte la película TURK 182! (Bob Clark, 1985) por constituir un guiño a los orígenes históricos del movimiento. Concretamente, se procede a hacer una descarada referencia al que pasa por catalogarse como el pionero de los escritores de graffiti: el newyorkino de origen griego TAKI 183; y se recrea un episodio crucial ya casi legendario: la guerra sostenida entre estos escritores y los alcaldes de New York Lindsay, primero, y Koch, después, unificados en un mismo personaje. Esto le permite, en primer lugar, liberarse de las claves de la estética hip-hop y, en segundo, centrarse en un aspecto más psicológico que sociológico. Sin duda, con ello se logra darle a esta película un toque distintivo frente a otras producciones. Por otro lado, resalta ejemplarmente el principio de No Limits y anuncia la intrusión del graffiti en la esfera electrónica en los albores de la era informática.
En el ámbito europeo, como evidencia y testimonio de la implantación del Graffiti Move en el continente a lo largo de los años 80, aparecen en los 90 una serie de películas que puntual o secundariamente incluyen referencias al mundo de los escritores de graffiti. Sin duda, se trata de una respuesta por parte de guionistas y directores al interés público por aproximarse a la realidad de este nuevo tipo de manifestación artística popular y a la polémica de su intrusión en el escenario urbano, desde su vinculación con lo juvenil o lo marginal. No obstante, esta atención cinematográfica se subordina a una moda cultural. Esto es, se ve precedida por una serie de exposiciones de iniciativa privada o pública que con objetivos económicos o de reinserción social procuran encauzar a los escritores europeos en el ecosistema artístico, siguiendo el ejemplo norteamericano. Esto sucede en ciudades como París entre 1991 y 1992, con la sobresaliente mediación del ministro de cultura Jack Lang, o como Madrid entre 1991 y 1993, donde destaca la intervención de galeristas particulares. De este modo, podemos encontrar algunos ejemplos fílmicos que se desarrollan precisamente en estos espacios urbanos. En el caso parisino, la película francesa Loi 627 (Bertrand Tavernier, 1992) nos muestra en su comienzo un bombardeo nocturno en grupo sobre chapas, muros y coches o más tarde un intento de intermediación con objeto de liberar a un fastwriter metropolitano retenido, supuestamente hijo de papá. Indudablemente, en sus testimonios pesa el recuerdo de las encarnizadas guerras sostenidas en el París de los 80 sin parangón en el resto de Europa. En el caso madrileño, tendríamos a la española Una estación de paso (Gracia Querejeta, 1992) que nos describe sencillamente la relación que se establece entre un escritor, que adopta el papel de mentor, y un pequeño toy ticero al que inicia en el uso del aerosol.
Los artistas del Graffitismo
En este grupo integramos aquellas películas que retratan los avatares existenciales de aquellos ex-grafiteros descubiertos, ahijados, domesticados, devorados, etc., por el mercado del arte. Correcta y genéricamente no tratan en general del graffiti, pero se ocupan de un aspecto muy curioso de la vivencia de los escritores como es su agridulce adaptación al ecosistema artístico y, por extensión, su integración en la cultura oficial; así como de los problemas de conciencia que se derivan acerca del grado de traición que se establece hacia las bases del movimiento y hacia la Writers Brotherhood.
El más claro exponente es la biografía parcial Basquiat (Julian Schnabel, 1996), presentada en la 53 edición de la Mostra de Venecia. Un homenaje al malogrado artista brooklyniano por uno de aquellos neoexpresionistas de Bonito Oliva con los que se le intentaba etiquetar en los años 80 y que si entonces merecían la mayoría de ellos un escaso respeto por parte de grafiteros y de ex-grafiteros por sentirse vampirizados por éstos, ahora con más razón.
Por otro lado, podríamos abrir un cuarto bloque extra que vendría a reconocer, más que su importancia, la imprescindibilidad de su existencia sin tratar directamente el tema del graffiti o a sus agentes. Ésta se hace consciente por medio de su consideración como algo no superfluo, sino como un ornato esencial de la vida moderna, en el momento de recrear una sociedad por venir partiendo de los elementos que conforman la actual.
El graffiti que viene
Algunas películas han planteado indirectamente el futuro del Subway Art. La cuestión general es: ¿seguirá habiendo graffiti en el futuro? En Back to the Future II (Robert Zemeckis, 1989) la pregunta se resuelve afirmativamente a través del recorrido por los callejones de siempre en una Norteamérica del siglo XXI. Allí vemos, sorprendentemente, cómo el tagging con spray perdura, no sin mostrar cierto aire arcaizante. Es una respuesta sensata y sensible que hace hincapié en una de las marcas hoy por hoy más genuinas del auténtico sabor americano, aunque en la abrumadora mayoría de películas futuristas el graffiti callejero sucumba ante una sociedad cada vez más higiénica y descarnada.
No obstante, en un futuro aparentemente más próximo vamos a asistir más que a su permanencia a un apoteosis del graffiti como manifestación de una sociedad en crisis. En Prayer of the Rollerboys (Rick King, 1991) contemplamos sobre ruedas la proliferación del graffiti en un soleado paisaje urbano-playero de unos Estados Unidos postrados ante el poderío financiero-tecnológico de potencias extranjeras (en especial, Extremo Oriente). Tal es la crisis del sistema que el debate acerca de la identidad nacional llega a unas calles cada vez más pobladas de gente sin hogar, parados, disidentes, prostitución y delincuencia. En este desangelado contexto, surge un grupo de jóvenes con una claridad de ideas, entre orgía y orgía, escalofriante y que adopta un discurso de purificación social de no te menees. Igualmente, resulta interesante como esta banda de blancos only, conocidos por los Halcones, -skaters paramilitares, émulos de las juventudes nazis alemanas y discípulos aventajados del Ku-Klux-Klan local y montados en un dólar devaluado gracias a la extorsión y el narcotráfico- asume un muralismo próximo a la estética de los regímenes totalitarios, bajo lemas tales como «The Future is Ours» o «The Day of the Rope», y el recurso de los mass media (TV y comic) como instrumentos de propaganda y adoctrinamiento. Usos que contrastan con el anárquico y humilde desarrollo del rebelde graffiti popular de unos escritores de graffiti que se mueven como pez en el agua en este conflictivo marco de las guerras de bandas y la represión policial.
Finalmente, hay una película que va, sin embargo, más lejos en el "espacio" que en el tiempo. ¿Qué pasaría si una cultura extraterreste, sin "contaminar" por los vicios humanos, entra en contacto no con nuestra cultura oficial sino con la ley de la calle? Alien Nation (Graham Baker, 1988) se adentra en este tórrido asunto y determina que el denigrante influjo de los degradados suburbios de Los Angeles obliga a asimilar esta forma salvaje de expresión en el estilo de vida sincrético o aculturado no de otra nueva minoría racial, sino de una especie minoritaria en busca de su parcela de derechos civiles. Obviamente, los carácteres gráficos de este tipo de graffiti se suponen que son la obra legiblemente alienígena de unos toys recién caidos por el barrio con mucho que aprender acerca de la estética del movimiento y no la muestra de un style galácticamente quebradizo a primera vista elaborado por unos consumados maestros que ya no se conformarían sólo con bombardear tapias o trenecillos, sino que incluso se atreverían, si se tercia, con los satélites y las aeronaves en órbita borrachos de mala leche. Obviamente, se trata de un guiño especial, de un detalle destinado a los entendidos, a esos no pocos espectadores iniciados en los entresijos del graffiti que deben de percatarse fácilmente de que lo que decora las localizaciones de la película son grafías extraterrestres y no un wildstyle soso o un sin-estilo vulgar. Está claro que con este condicionante visualizador de partida los ET-boys nunca llegarán a ser alguién en este mundillo, estilísticamente hablando, claro.
En cualquier caso, parece a todas luces que el graffiti en cualquiera de sus modalidades seguirá constituyendo -hasta a los ojos de los cineastas visionarios- una constante cultural y paisajista a contemplar e, inclusive, que el Graffiti Move continuará su existencia endémica y su expansión territorial mientras perduren y se fomenten los factores psicológicos y sociales que generan su floración.
Por Fernando Figueroa de Minotauro Digital
El graffiti, como signo de transgresión del orden establecido o como síntoma de malestar ante una situación dominante, constituye uno de los más apasionantes fenómenos sociales que podamos encontrar. Como movimiento estético suburbano, el Graffiti Movement es del mismo modo una de las manifestaciones artísticas populares más sorprendentes de este siglo, sin que nada semejante iguale su presente dimensión a lo largo de la Historia. Por consiguiente, desde su génesis en Philadelphia y New York en los años 60 hasta hoy y con su integración dentro del movimiento Hip Hop desde 1976, el graffiti pasa de ser una constante anomalía cultural en la historia escatológica de Occidente a constituir una propuesta alternativa y rupturista cara al entendimiento del hecho creativo y del rol artístico en el espacio de las grandes ciudades. Traspasa su grosero espacio natural, para irrumpir colorista frente a la normativa sociedad moderna y la atosigante cultura de masas.
Evidentemente, en la construcción y el éxito de esta contracultura, el cine juega un papel decisivo tanto a la hora de describirla como en la construcción de su imagen pública. Esta estrecha relación entre el mundo del cine y el del graffiti se refleja en tres bloques principales: primero, el cine que acoge el graffiti ligado al crimen (Gansta Graffiti); segundo, el que acoge el vandálico-artístico de los escritores de graffiti (Graffiti Movement) y tercero, el que se ocupa de una desviación total o parcial de sus fuentes originales, representada por algunos escritores que se encaminaron por la senda institucional, como fue el caso de Jean-Michel Basquiat o Keith Haring (Graffitismo).
El graffiti de las bandas callejeras
Jean Baudrillard distinguía en los años 70, dentro del panorama grafitero newyorkino, básicamente dos tipos de graffiti. Uno de ellos -el que se corresponde con este bloque- era el ligado a la expresión agresiva de las minorías raciales de los guetos de El Bronx, Brooklyn, Harlem, Manhattan, Queens, etc.; de fuerte y simple contenido ideológico y que llegará a dirigirse hacia terrenos de desarrollo ilegales.
El primer testimonio cinematográfico de este tipo podría situarse en la película West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961). En ella, dos bandas, los blancos Jets y los puertorriqueños Shark, conviven y se enfrentan marcando sus territorios con pintadas. No obstante, sus escenas iniciales recaban nuestro interés no sólo por salpicarnos con primitivas muestras de graffiti o por describirnos el espacio urbano y su sentido dramático, sino porque además la coreografía de este musical nos participa de unas prácticas habituales, consistentes en competiciones de baile y definidas como duelos incruentos, precedentes del breakdance, una seña de identidad fundamental de los B-boys. A esta película le siguen otras ya en los años 70 como, por ejemplo, Assault on Precinct 13th (John Carpenter, 1976), Warriors (Walter Hill, 1979) y Boulevard Nights (Michel Pressman, 1979) o, en los 80 y 90, Fort Apache, the Bronx (Daniel Petrie, 1980), Colors (Dennis Hopper, 1988), Do the Right Thing (Spike Lee, 1989) y Boyz'n the Hood (John Singleton, 1991) que muestran un graffiti más madurado tecnológica, técnica y estéticamente (Spraycan Art) dentro de un contexto marcado por la opresión del gueto que conduce al enfrentamiento y a la evasión; fijada en unos enclaves tan físicos como simbólicos como son New York City o Los Angeles. Todas ellas se sirven del graffiti como un elemento más del escenario, de la ambientación y acaban confundiendo los dos primeros tipos en una misma unidad.
Warriors -siguiendo la novela de Sol Yurick- es un buen ejemplo de esta visión unificada, fundada en la existencia de un desconocimiento general del público de las minucias tipológicas de esta expresión urbanícola. Pese a todo, en Warriors se patentiza tímidamente esa disyuntiva entre una tribal epigrafía delictiva, pura y dura, que practican "los mejores de Coney Island" y un pacifista Subway Art que rehuye la vorágine de violencia urbana que estalla realmente desde principios de los 70 con grupos como los Intercrime, los Valley Boys, los Edenwald Boys o los Black Pearls de El Bronx o los Jolly Stompers, los Tomahawks o los Black Spades de Brooklyn. Una explosión que, no obstante, implica la creación de bandas de escritores como los Vanguards, los Last Survivors o los Ex-Vandals que van más allá de lo que se entiende por un grupo de grafiteros al uso. Sin embargo, el esfuerzo didáctico a este respecto es escaso, reinando la confusión que provoca la identificación del graffiti con la criminalidad.
El graffiti de los escritores de graffiti
Éste se vincula con el otro tipo de Baudrillard y eminentemente es una réplica contracultural a la cultura oficial, al estado de cosas imperante, desde una iniciativa de base principalmente individual. Las primeras de estas películas surgen en un momento en que la repercusión de este tipo de manifestaciones y la atención que se le presta desde los medios traspasa los límites locales. Éstas se revisten de un halo emblemático para los iniciados en el movimiento, ya que suelen estar protagonizadas en ocasiones por figuras históricas del graffiti (LEE, CRASH, LADY PINK, etc.) y presentan las bases técnico-operativas y la filosofía de vida del movimiento. Wild Style (Charles Ahearn, 1983) y el documental Style Wars (1983), producido por Henry Chalfant y Tony Silver, preestrenado en 1983 en la Sidney Janis Gallery, son las dos más destacadas, seguidas por Bad Boys (Rick Rosenthal, 1983) o el vídeo Buffalo Gals (Malcolm McLaren, 1982). Esta última ya anuncia la entrada de intereses comerciales en la rentabilización como género de esta temática desde el segundo tercio de los 80. No obstante, las películas de factoría -representadas por la Warner Bros.- van a ser los principales divulgadores del fenómeno por esos años en Europa occidental, incluida España, favoreciendo con sus estrenos el arraigo popular en sectores juveniles de la estética hip-hop y el vandalismo artístico del graffiti junto al rap y el break. Esta difusión se asienta en su visión positiva como medio de protección frente a los estragos de la droga o la delincuencia y como vía para llegar a la fama desde la rebeldía, retomando a su manera el discurso del American dream. Sobresalen entre ellas: Breakin' (Joel Silberg, 1984), Beat Street (Stan Lathan, 1984) o Breakin' 2: Electric Bogaloo (Sam Firstenberg, 1984), exhibidas primeramente en los circuitos de las ferias de arte con una intencionalidad aparentemente documental.
Cabe resaltar en un lugar aparte la película TURK 182! (Bob Clark, 1985) por constituir un guiño a los orígenes históricos del movimiento. Concretamente, se procede a hacer una descarada referencia al que pasa por catalogarse como el pionero de los escritores de graffiti: el newyorkino de origen griego TAKI 183; y se recrea un episodio crucial ya casi legendario: la guerra sostenida entre estos escritores y los alcaldes de New York Lindsay, primero, y Koch, después, unificados en un mismo personaje. Esto le permite, en primer lugar, liberarse de las claves de la estética hip-hop y, en segundo, centrarse en un aspecto más psicológico que sociológico. Sin duda, con ello se logra darle a esta película un toque distintivo frente a otras producciones. Por otro lado, resalta ejemplarmente el principio de No Limits y anuncia la intrusión del graffiti en la esfera electrónica en los albores de la era informática.
En el ámbito europeo, como evidencia y testimonio de la implantación del Graffiti Move en el continente a lo largo de los años 80, aparecen en los 90 una serie de películas que puntual o secundariamente incluyen referencias al mundo de los escritores de graffiti. Sin duda, se trata de una respuesta por parte de guionistas y directores al interés público por aproximarse a la realidad de este nuevo tipo de manifestación artística popular y a la polémica de su intrusión en el escenario urbano, desde su vinculación con lo juvenil o lo marginal. No obstante, esta atención cinematográfica se subordina a una moda cultural. Esto es, se ve precedida por una serie de exposiciones de iniciativa privada o pública que con objetivos económicos o de reinserción social procuran encauzar a los escritores europeos en el ecosistema artístico, siguiendo el ejemplo norteamericano. Esto sucede en ciudades como París entre 1991 y 1992, con la sobresaliente mediación del ministro de cultura Jack Lang, o como Madrid entre 1991 y 1993, donde destaca la intervención de galeristas particulares. De este modo, podemos encontrar algunos ejemplos fílmicos que se desarrollan precisamente en estos espacios urbanos. En el caso parisino, la película francesa Loi 627 (Bertrand Tavernier, 1992) nos muestra en su comienzo un bombardeo nocturno en grupo sobre chapas, muros y coches o más tarde un intento de intermediación con objeto de liberar a un fastwriter metropolitano retenido, supuestamente hijo de papá. Indudablemente, en sus testimonios pesa el recuerdo de las encarnizadas guerras sostenidas en el París de los 80 sin parangón en el resto de Europa. En el caso madrileño, tendríamos a la española Una estación de paso (Gracia Querejeta, 1992) que nos describe sencillamente la relación que se establece entre un escritor, que adopta el papel de mentor, y un pequeño toy ticero al que inicia en el uso del aerosol.
Los artistas del Graffitismo
En este grupo integramos aquellas películas que retratan los avatares existenciales de aquellos ex-grafiteros descubiertos, ahijados, domesticados, devorados, etc., por el mercado del arte. Correcta y genéricamente no tratan en general del graffiti, pero se ocupan de un aspecto muy curioso de la vivencia de los escritores como es su agridulce adaptación al ecosistema artístico y, por extensión, su integración en la cultura oficial; así como de los problemas de conciencia que se derivan acerca del grado de traición que se establece hacia las bases del movimiento y hacia la Writers Brotherhood.
El más claro exponente es la biografía parcial Basquiat (Julian Schnabel, 1996), presentada en la 53 edición de la Mostra de Venecia. Un homenaje al malogrado artista brooklyniano por uno de aquellos neoexpresionistas de Bonito Oliva con los que se le intentaba etiquetar en los años 80 y que si entonces merecían la mayoría de ellos un escaso respeto por parte de grafiteros y de ex-grafiteros por sentirse vampirizados por éstos, ahora con más razón.
Por otro lado, podríamos abrir un cuarto bloque extra que vendría a reconocer, más que su importancia, la imprescindibilidad de su existencia sin tratar directamente el tema del graffiti o a sus agentes. Ésta se hace consciente por medio de su consideración como algo no superfluo, sino como un ornato esencial de la vida moderna, en el momento de recrear una sociedad por venir partiendo de los elementos que conforman la actual.
El graffiti que viene
Algunas películas han planteado indirectamente el futuro del Subway Art. La cuestión general es: ¿seguirá habiendo graffiti en el futuro? En Back to the Future II (Robert Zemeckis, 1989) la pregunta se resuelve afirmativamente a través del recorrido por los callejones de siempre en una Norteamérica del siglo XXI. Allí vemos, sorprendentemente, cómo el tagging con spray perdura, no sin mostrar cierto aire arcaizante. Es una respuesta sensata y sensible que hace hincapié en una de las marcas hoy por hoy más genuinas del auténtico sabor americano, aunque en la abrumadora mayoría de películas futuristas el graffiti callejero sucumba ante una sociedad cada vez más higiénica y descarnada.
No obstante, en un futuro aparentemente más próximo vamos a asistir más que a su permanencia a un apoteosis del graffiti como manifestación de una sociedad en crisis. En Prayer of the Rollerboys (Rick King, 1991) contemplamos sobre ruedas la proliferación del graffiti en un soleado paisaje urbano-playero de unos Estados Unidos postrados ante el poderío financiero-tecnológico de potencias extranjeras (en especial, Extremo Oriente). Tal es la crisis del sistema que el debate acerca de la identidad nacional llega a unas calles cada vez más pobladas de gente sin hogar, parados, disidentes, prostitución y delincuencia. En este desangelado contexto, surge un grupo de jóvenes con una claridad de ideas, entre orgía y orgía, escalofriante y que adopta un discurso de purificación social de no te menees. Igualmente, resulta interesante como esta banda de blancos only, conocidos por los Halcones, -skaters paramilitares, émulos de las juventudes nazis alemanas y discípulos aventajados del Ku-Klux-Klan local y montados en un dólar devaluado gracias a la extorsión y el narcotráfico- asume un muralismo próximo a la estética de los regímenes totalitarios, bajo lemas tales como «The Future is Ours» o «The Day of the Rope», y el recurso de los mass media (TV y comic) como instrumentos de propaganda y adoctrinamiento. Usos que contrastan con el anárquico y humilde desarrollo del rebelde graffiti popular de unos escritores de graffiti que se mueven como pez en el agua en este conflictivo marco de las guerras de bandas y la represión policial.
Finalmente, hay una película que va, sin embargo, más lejos en el "espacio" que en el tiempo. ¿Qué pasaría si una cultura extraterreste, sin "contaminar" por los vicios humanos, entra en contacto no con nuestra cultura oficial sino con la ley de la calle? Alien Nation (Graham Baker, 1988) se adentra en este tórrido asunto y determina que el denigrante influjo de los degradados suburbios de Los Angeles obliga a asimilar esta forma salvaje de expresión en el estilo de vida sincrético o aculturado no de otra nueva minoría racial, sino de una especie minoritaria en busca de su parcela de derechos civiles. Obviamente, los carácteres gráficos de este tipo de graffiti se suponen que son la obra legiblemente alienígena de unos toys recién caidos por el barrio con mucho que aprender acerca de la estética del movimiento y no la muestra de un style galácticamente quebradizo a primera vista elaborado por unos consumados maestros que ya no se conformarían sólo con bombardear tapias o trenecillos, sino que incluso se atreverían, si se tercia, con los satélites y las aeronaves en órbita borrachos de mala leche. Obviamente, se trata de un guiño especial, de un detalle destinado a los entendidos, a esos no pocos espectadores iniciados en los entresijos del graffiti que deben de percatarse fácilmente de que lo que decora las localizaciones de la película son grafías extraterrestres y no un wildstyle soso o un sin-estilo vulgar. Está claro que con este condicionante visualizador de partida los ET-boys nunca llegarán a ser alguién en este mundillo, estilísticamente hablando, claro.
En cualquier caso, parece a todas luces que el graffiti en cualquiera de sus modalidades seguirá constituyendo -hasta a los ojos de los cineastas visionarios- una constante cultural y paisajista a contemplar e, inclusive, que el Graffiti Move continuará su existencia endémica y su expansión territorial mientras perduren y se fomenten los factores psicológicos y sociales que generan su floración.
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