El Borgismo como filosofía política

El Borgismo como filosofía política
Christian Ferrer

El literato que agravia y menoscaba a su país y a sus contemporáneos no
suele caer en gracia al comisariado cultural de su época; al menos, no en
vida. Cuando el calibre de la injuria es alto y si, además, inoportuna y
descarada, ella perdura, el autor queda aislado, se desliza en el olvido o,
cuanto menos, se lo retira de la nómina de colaboradores de la cultura. Este
es el origen de la "autoría negra", una modalidad de la obra y un estilo de
exposición del escritor cuyo destino esta subordinado a las reglas de
exclusión impuestas por la mentalidad intelectual de su época.


"Sólo el individuo existe si es que existe alguien"
Jorge Luis Borges

El autor negro es abortado; luego, como "caso clínico", nace póstumamente.
No fue éste el caso del prócer literario argentino Jorge Luis Borges, a
pesar de haberse emperrado en desmentir a la buena conciencia de su país.
Que se le hayan concedido metros y metros de centimetraje periodístico y
adulaciones públicas y banquetes de homenaje y honoris causa a granel no nos
indica la presencia de una paradoja sino la de un síntoma. En efecto, se
festeja y se estudia materia indigerible. Perón le rindió un homenaje
superior promoviéndolo a Inspector de Gallinas y Conejos. Aún están por
estudiarse los distintos modos en que el oficialismo cultural cierra el pico
de sus autores.

Con unánime y sospechoso empeño, el gremio -críticos, lectores y camaradas
de oficio- decidió, en algún momento de la apoteosis borgiana, que las
opiniones y declaraciones del nobel candidato carecían de valor. O bien eran
provocaciones pour epater la classe moyenne, o bien eran los desvaríos de un
anciano políticamente despistado. "Cosas del abuelito". Así procede la mala
conciencia de los idólatras del arte: siendo Borges un escritor consagrado
era preciso "hacer la vista gorda" ante sus excentricidades ideológicas,
transformadas de allí en adelante en anecdotario curioso o en voces inocuas
de un diccionario personal.

Pero aquí me propongo tomar en serio este "género" episódico y evanescente:
la opinión sobre la marcha general de las cosas, la primera plana, el
titulaje, la intrascendencia de la historicidad de ocasión. Por otra parte,
sabemos también que en las apostillas o en las acotaciones al pie de página
se manifiestan libremente los humores y talantes de un autor. En todo caso,
las boutades públicas de Borges no son consecuencia del capricho o del
reporte meteorológico, sino de una estrategia coherente y de una filosofía
política. Prestaré atención no solo a sus entrevistas y libros de
conversaciones sino también a los ensayos y a ciertos presupuestos
filosóficos de su obra "de ficción".


ESTE PRONTUARIO

Es curioso que un "economista" del lenguaje no midiera sus palabras
públicas. Durante toda su vida, al comienzo en comentarios bibliográficos
para la revista El Hogar o en notas cortas para Sur, y luego en infinidad de
entrevistas que concedía con total liberalidad y que se hicieron casi
diarias desde fines de los 60, Borges no se privó de opinar sobre economía,
política, ideología, o sobre el sentido común y ético de sus compatriotas.
Fueran condimentadas con ironía o humor, se inscribieran en debates públicos
sobre temas imperecederos o en coyunturas urgentes y escabrosas, no deja de
sorprendernos la cantidad de "declaraciones" en un autor tan alejado del
modelo del "escritor comprometido".

Si consideráramos a la política como una variedad argentina de la
ramplonería, es decir, en tanto sufragio o antojo de época, transformaríamos
a Borges en un contemporáneo más. A lo largo de su vida fue sucesivamente un
entusiasta de la revolución bolchevique, un agnóstico en cuestiones de
bandería, brevemente irigoyenista, aliadófilo, cerril antiperonista,
exaltado colaborador de la "Revolución Libertadora", afiliado al Partido
Conservador, y distante aunque indudable defensor del proceso militar
primero y del democrático después. No dejó nunca de profesar públicamente un
desesperanzado aunque decidido anarquismo conservador, que no pasaba de ser
la última estribación de un liberalismo espiritualmente aristocrático ya
irrealizable.

Estos son los hechos: su padre, a quien Borges definía como un "anarquista
filosófico", le inculcó desapego y desdén por las instituciones estatales,
enseñándole la obra de Herbert Spencer -fuente de su liberalismo vagamente
ácrata- a la vez que permitía al joven Borges eludir el colegio, regulado
estatalmente, mediante la contratación de maestros particulares. "Una vez mi
padre me dijo que echara una buena mirada sobre soldados, uniformes,
cuarteles, banderas, iglesias, curas y carnicerías, porque todas esas cosas
estaban por desaparecer, y yo podría narrar a mis hijos que realmente las
había visto". Este será -si se quiere: con oferta programática no tan vasta-
el ideario que Borges recomendará luego a sus compatriotas. Un dato
minúsculo y a la vez una sugerente anécdota familiar: Jorge Guillermo Borges
-su padre-, junto a Macedonio Fernández y Julio Molina y Vedia habían
intentado fundar una comuna libertaria en una isla paraguaya.

Hacia 1928, Borges participa en un "Comité de Jóvenes Intelectuales"
favorable a Irigoyen. Decía del "peludo" que tenía "pocas luces, pero que
era probo"; y de los radicales, más adelante, que eran "mediocres, pero que
no eran peronistas". Confesará, además, que se afilió al radicalismo "porque
un tío suyo había sido amigo de Alem"; lo que equivale a decir que fue
correligionario por genealogía. No era inhabitual que Borges procesara sus
deslices políticos burlándose de sí mismo; se trata de un uso indulgente de
la autocrítica que, al mismo tiempo, transforma toda pertenencia partidaria
en una farsa. Así, cuando Illía gana las elecciones firma una ficha de
afiliación al Partido Conservador, "porque era una causa perdida". Esta es
la ética política de un caballero, a la vez que una "modalidad del
escepticismo". Apoya a los aliados durante la Segunda Guerra Mundial, pero
por omisión. Prefiere fastidiar a los nacionalistas locales. En 1983
aconseja votar por la UCR contra el peronismo, pero al poco tiempo declara
que "el parlamento es un edificio pomposo e inútil". Sobre el final de su
vida regresaría al pasado, a reincidir en su anarquismo spenceriano. Pero ya
se trata del maximalismo descreído de un anciano, a quien, por otra parte,
nadie toma políticamente en serio. Una década antes, Borges había defendido
el golpe de Estado y había visitado al general Videla en compañía de algunos
escritores. Repetiría la escena con Pinochet. Se desdecirá en 1980
cooperando con las Madres de Plaza de Mayo y escarneciendo públicamente a la
casta militar. La visita a Videla no logró eclipsar su figura literaria
porque Borges era Borges. Exceptuando a Sábato, los escritores que lo
acompañaron son hoy desaparecidos culturales, a pesar de que uno de ellos
fue el único que reclamó en aquella ocasión por la vida de Haroldo Conti.

Pero este prontuario no es la clave de comprensión de sus actitudes públicas
y su filosofía política. Es solo otro catálogo más de calamidades
nacionales. Si analizamos la minucia, nos enteramos que Borges consideraba
al comunismo y al fascismo dictaduras simétricas, al peronismo corrupto y
prepotente, al radicalismo un mal menor, que no apoyó la Guerra de las
Malvinas, y que tenía al fútbol, los periódicos, la idea de patria, al Papa
y a las supersticiones populistas por motivos de injuria. Es el hombre
contra la multitud, un gesto propio de asociales y es también un problema de
carácter: Borges disponía de un genio antipolítico; de allí que la índole de
su "anarquismo" fuera visceral, y que éste se expresara paradojalmente. Sus
declaraciones más irreverentes corresponden justamente a períodos en los
cuales sus adversarios se hallan en el cenit de su poder. Un extraño
contrera: un hombre tímido por naturaleza enfrentado al gran público. En
1973 declara que la época de la esclavitud no era tan mala; en 1976, luego
del golpe, se define "anarquista-individualista"; en 1982, en plena guerra,
recomienda que las Islas Malvinas les sean entregadas a Paraguay como salida
al mar.

Es evidente que la fama suele ser un parapeto seguro y eficaz. Pero Borges
publicaba opiniones por el estilo cuando no era conocido más que por una
pequeña capilla literaria o, incluso, cuando sabía que arriesgaba un cargo
municipal menor. Su modo de confrontar fue invariable de principio a fin.


NO FUE UN ADEMÁN

Si se acepta que Borges adoptó tácticas intelectuales propias de la
disposición temperamental ácrata (la actitud provocativa, la opinión
impopular, la defensa de anacronismos) entonces nos es posible incluirlo en
una galería de personajes insociales a la cual no es habitualmente
integrado. Leopoldo Lugones e Ignacio Anzoátegui pertenecen a este linaje.
Lugones, junto a Alberto Ghiraldo, Florencio Sánchez, Macedonio Fernández,
Roberto Arlt y, en su ocaso, Ernesto Sábato han sido escritores que por una
razón u otra -no excluyendo la arbitrariedad- han sido considerados o se han
autodefinido "anarquistas". Eran tiempos en que el pensamiento libertario
aún ejercía una cierta influencia política o ética.

En nuestros días la escasa recurrencia al ideario ácrata no pasa de ser un
gesto simpático, y también una maniobra de higiene política, patética e
ineficaz. O bien funciona como una estética para épocas de retaguardia o
bien se trata de la enfermedad infantil del paraculturalismo, que contagia a
las ambiciones que no concitan aún suficiente rating. Pero en Borges, ya lo
dijimos, constituía, no un ademán, sino una filosofía política.

Esta se expresaba fragmentariamente pero estaba concentrada sobre algunos
temas (el totalitarismo, la estupidez humana, la incompetencia de los
demócratas, el peronismo, el individualismo, etc.). No es fácil reunirlas en
una totalidad porque el modo en que Borges las despliega es disociativo. Sus
estrategias -especialmente las orales- procuraban confundir al interlocutor,
sembrando el desconcierto o avergonzándolo con sutiles humillaciones. La
humorada hiriente, contradecir sus declaraciones anteriores, argumentaciones
aparentemente arbitrarias, la opinión falsamente ingenua, la sinceridad
inconveniente, el anticonvencionalismo provocativo, son algunas de las
posiciones adoptadas por este francotirador ingenioso y delicado. Conforman,
por así decirlo, la diplomacia del desafiante. Importa destacar que, en
cuestión de entrevistas, Borges no rehuía a ningún tipo de interlocutor,
incluyendo a las publicaciones dedicadas al mercado del corazón o de la
banalidad.


PILARES DE UNA FILOSOFÍA

Su firme e inalterada incredulidad sobre los beneficios últimos de la
democracia lo convirtió en un rara avis entre la fauna intelectual
argentina: "La democracia es un abuso de las estadísticas" (1978), "Un
argumento en su contra es que el peronismo puede ganar las elecciones" o "Es
absurdo que todo el mundo pueda votar" (ambas de 1973). Sus alusiones a la
sanción de la Ley Saénz Peña como causa del pecado original, y a que tal
libertad obligatoria "constituía una forma de la impertinencia", continuaron
incluso durante los primeros tramos del proceso de transición a la
democracia, cuando por muchísimo menos se negaban los salvoconductos que
habilitaban el acceso a los nuevos foros de la cultura.

Es cierto que la coincidencia de conservadurismo descreído y aristocratismo
espiritual eran confines en cuyo interior Borges se sentía a sus anchas.
Pero él no era tan solemne como Valéry ni tan terco como Pound. Si
desconfiaba del recurso a la "mayoría" era porque la reducción del ser a
número debilitaba la singularidad humana. Los comicios y la asimilación a la
masa es la inversión de la vida ética: el Estado impone la Ley, pero es el
individuo virtuoso el único que puede proteger a la vida con su ejemplo
moral. Borges se interesaba en la política justamente cuando interfería con
la ética. Y solo hay vida ética cuando existe autonomía de decisión, o bien,
como sugiere Borges, "cuando se actúa como si ésta existiera".

Un gobierno y un individuo se repelen mutuamente: este era ya su credo en
1946 cuando publica Nuestro pobre individualismo. En este breve texto Borges
opone Estado a "argentinidad". Recordemos el argumento: el Estado recluta
ciudadanos o patriotas, pero el argentino, asumiéndose individuo, es un
refractario; el Estado es impersonal, el argentino sólo acepta relaciones
personales; el modelo de organización social que aquel promueve es policial,
el argentino solo cultiva la amistad; el desertor o el hombre solo que
combate la batida militar es mas respetable que un partido político; en fin,
para el europeo el mundo es un cosmos, para el argentino, un caos. Resume su
programa político en esta frase: "El más urgente problema de nuestra época
es la intromisión del Estado en los actos del individuo". Borges examina
agudamente el lado oscuro del Estado Benefactor, pero se equivoca en el
identi-kit de sus compatriotas. O, en todo caso, señala el síntoma: la
creciente disminución de la individualidad del argentino (así como la
creciente debilidad del liberalismo de su clase social, pusilánime frente a
Perón).

El arquetipo de naturaleza humana "individual" en los textos de Borges es
paradójico: a la vez que promueve al hombre virtuoso y ético, lo imagina
dotado de un "yo" plural y cambiante. Se acostumbra resolver este viejo
dilema de la filosofía política obligando al individuo a situarse bajo el
puño de hierro de la Ley, o bien sobre el tenso radio de acción del reclamo
de justicia que no es compendiable en un código. Borges opta por esta última
salida. Para él, el Estado es una infinita molestia y un mero administrador
(un mal administrador), pero el hombre que decide someterse a un ideal de
justicia puede mejorarse moralmente. La organización social que conviene a
la reunión de los individuos es la sociedad cosmopolita, por eso Borges
preferirá reclamar un mínimo de presencia estatal, a la manera del
liberalismo clásico, o, in extremis, afirmará "des-creer" del Estado.

Los desastres de la guerra, los caprichos de una época estatal y los
disparates del gobierno mazorquero local (Borges se negará a considerar a la
sociedad peronista como democrática) son el macerado histórico que lo afirma
en sus convicciones antitotalitarias. Pero el suyo no es el
antiautoritarismo de los burgueses asustados. Incluyendo al enemigo en una
perspectiva histórica y ética más abarcativa, lo destituye de una mera
definición sociológica: al igual que Eliot, identifica la formación de masas
como una función de los medios de información. El amparo de la cultura, es
decir, de la libre reflexión y de la autonomía ética es la única alternativa
que resta para el "individuo". No es raro que, tal cual sucediera con
Schopenhauer, el budismo suavizara su creciente pesimismo. En el énfasis que
Buda concede a la irrealidad del mundo, a la tolerancia, a la incorporación
del alma a una doctrina y no a un Dios, y a la significación ética de
convertirnos en nuestros propios censores, se hallan rastros de una
filosofía política que Borges supo apreciar.

No está ausente en Borges una teoría de la "evolución" histórica de las
sociedades. La épica es "su" motor de la historia. Pertenecemos al cosmos
épico cuando se acentúa nuestro gusto y respeto por las tradiciones
mitológicas y por las experiencias trágicas, así como por las tecnologías
bélicas nobles. Se requiere valentía y no puntería en el señorío borgiano; y
en él se despliegan las figuras del duelo y el honor, de la traición y la
amistad como claves explicativas del lazo social. Mencionamos la amistad, y
ya es quizás toda una definición de sociedad en la filosofía política de
Borges. Solo es posible la amistad cuando los individuos son distintos entre
sí; la regulación estatal de la vida, por el contrario, precisa de
hombres-masa, administrables en su homogeneidad. Si prestáramos atención
durante un tiempo suficiente descubriríamos que la vida social es
insoportable: laboriosidad, transacciones, avaricia y ceguera voluntaria son
los lindes de nuestra ciudadanía. Borges entiende la amistad como una
creación colectiva y dadivosa generada por la vida valorativa, que imprime
en el alma las figuras de la lealtad, la generosidad, la complicidad y la
incondicionalidad.

Emilio De Ipola, en su lectura de El enigma del cuarto y de El coloquio de
los pájaros, encuentra que la dimensión colectiva en Borges esta contenida
en el libre albedrío concedido a los "sujetos de la narración". La
impredecibilidad, el azar y el conflicto moral serían las condiciones de la
autonomía inventiva que permite a la vida social romper la cadena
estructurante de la Ley, y esas mismas condiciones son -para De Ipola- los
supuestos de la praxis política moderna. Este modelo de creatividad social
que le es sugerido por la ficción borgiana no necesariamente desmiente una
reciente observación de Horacio González: "la idea de destino es en Borges
una teoría laica de la acción".

Otras formas de la naturaleza humana en Borges están comprendidas en las
variaciones de la soledad conciente. El lector en la biblioteca, el suicida,
el detective encerrado, el maestro ante el discípulo incrédulo, el derrotado
lúcido, son otros tantos modelos de individualidad. El laberinto -hogar de
huérfanos y nómades- es un bosquejo de sociedad ("una ciudad en donde
perderse") y la biblioteca se le aparece como una modalidad del paraíso. En
Borges, la lectura no sólo es resultado de una sensibilidad particular, es
también una forma de vida.

¿Pero quién sabe qué significa leer? Nietzsche dejó en claro a quien
consideraba su lector; Borges sólo agradece el misterio de la lectura, un
pórtico por el cual se accede a la belleza. Cabe destacar, no obstante, que
en su oficio de profesor universitario en la Facultad de Filosofía y Letras,
Borges no tomaba exámenes. Si aceptamos que la relación entre maestro y
alumno es una de las formas mas antiguas y generosas de la sociabilidad, el
profesor Borges debe haber sido uno de los últimos que no se doblegó ante el
modelo del funcionariado docente. Sólo reprobó a tres alumnos en veinte
años, y aseveraba que en los "finales" lo único que le interesaba era
escuchar, y escucharse. En 1955, cuando le fue solicitado un curriculum,
Borges envió esta precisión: "Muy inconscientemente me estuve preparando
para este cargo a través de toda mi vida".

Aún nos resta aclarar algunas aristas del "anarquismo" de Borges. A pesar de
que su afición a los principios políticos del pensamiento anarquista abunda
en reportajes y en algún artículo, debe señalarse que su contacto con
anarquistas de carne y hueso era casi nulo.


ANARQUISMO ¿A LA SUIZA?

Ya dijimos que Spencer y no Bakunin ocupaba un lugar central en su
patrística ideológica. También, que su anarquismo era más filosófico que
"político". Y asimismo, que nunca dejó de ser, por temperamento intelectual
un salvaje aunque civilizado anarcounitario. En verdad, la lectura de los
trascendentalistas americanos y de los liberales clásicos se constituyó en
la nutriente de esa rama de su filosofía política mas "confiada". Su ideario
se parece a las variantes extremas del liberalismo individualista
representadas por un William Godwin en Inglaterra o por un Lysander Spooner
en los Estados Unidos.

Pero son tantas las "interferencias" históricas e intelectuales que pueden
registrarse en Borges que su librepensamiento podría ser considerado una
variante argentina del pesimismo político: por un lado, Nietzsche y
especialmente Schopenhauer, por otro lado, ironistas de toda especie.

Disponemos de un dato casi imperceptible, apenas mencionado, un dato -para
los amantes de los linajes oscuros del pensamiento- lujoso y significativo:
Guillermo de Torre ha dicho que Borges llegó a Barcelona desde Ginebra
"pertrechado de Stirner". Es la única alusión con que contamos sobre la
relación entre Borges y el originador de un anarcoindividualismo solipsista
y agresivo. Sabemos solo de otro argentino, en sus antípodas, que leyó a Max
Stirner: Raúl Barón Biza. Pero mientras éste se desliza hacia lo siniestro,
Borges lo hace hacia un tenue nihilismo. ¡Fervorosas lecturas de juventud!,
se dirá. Quizás. Pero quién sabe cómo ciertas obras perduran en el
pensamiento luego de haberse impreso sobre un alma sedienta. En las
declaraciones irreverentes de Borges se escuchan remotas voces de criaturas
nocturnas menos cautas que él, y a quienes -quizás- traducía, rindiéndoles
homenaje.

En la Suiza de su adolescencia, en la Ginebra atestada de exiliados rusos y
de dadaístas alemanes y rumanos, en la cuna de la Federación de Relojeros
Anarquistas del Río Jura, patria también del infame Calvino y refugio del
iracundo Bakunin, un joven argentino leyó a Schopenhauer y a Max Stirner
mientras su padre le señalaba la obra de Spencer. Quizás de este lugar de
gente culta y cortés Borges haya traído en las alforjas de la memoria la
imagen de un gobierno municipal a escala humana, de un "anarquismo
cantonal".

Quién sabe si el borgismo no pueda ser presentado como una modalidad
nacional del pensamiento libertario, un anarquismo a la suiza, tranquilo y
sociable, un anarquismo, digamos, barrial. En todo caso, Borges eligió morir
en Ginebra (¡otro prohombre más que muerde el polvo en el destierro!),
sumando una injuria más a las que ya había dedicado a los argentinos.
Escuchemos a Borges: "casi todos mis contemporáneos son nazis, aunque lo
nieguen o lo ignoren". En esta frase publicada a comienzos de la década del
40 hallamos una perspicaz comprensión del destino humano en el siglo XX. El
soporte de semejante convicción no es precisamente la literatura fantástica,
sino el borgismo, esa forma descarnada del realismo social.

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