Religión, violencia y guerras santas

Religión, violencia y "guerras santas"
Hans Küng
Publicado en el sitio del Comite Internacional de la Cruz Roja (http://www.icrc.org/)

El autor analiza la incidencia de la religión en los conflictos armados actuales. Se concentra en las religiones monoteístas, es decir el judaísmo, el cristianismo y el islam, a las que recientemente se ha acusado de alimentar la tentación de recurrir a la violencia. En este artículo, se examina esa acusación y se analiza el concepto de "guerra santa" en las tres religiones. En la conclusión, se propone una concepción pragmática del pacifismo y se observa que las guerras en el siglo XXI no pueden considerarse justas, ni santas, ni limpias, y que el pacifismo absoluto no sólo sería políticamente imposible, sino que, como principio político, podría ser incluso irresponsable (en inglés).


Los conflictos en que interviene la religión, a menudo ligada a diferencias de carácter étnico, han proliferado en las últimas décadas en diversas partes del mundo: Irlanda del Norte, los Balcanes, Sri Lanka, la India, Nigeria… Por lo tanto, no es sólo el terrorismo islámico lo que ha planteado, una vez más, si la religión tiende a fomentar la violencia en lugar de evitarla y si la religión no será la fuente, en lugar de la solución, al problema de la violencia. Así pues, en este artículo quisiera analizar, en particular, la siguiente cuestión: ¿Cuál es la posición de las tres religiones “proféticas” – judaísmo, cristianismo e islam – frente a la violencia represiva (en contraposición con la violencia política legítima) y la guerra? Actualmente se acusa a las tres, en tanto que “religiones monoteístas”, de ser más favorables al empleo de la fuerza que las religiones “politeístas” o las religiones “no teístas” (como el budismo).

¿Están predispuestas las religiones monoteístas, en particular, al empleo de la fuerza?

¿Es posible que existan aspectos de violencia inherentes a cada religión, como tal, y que las religiones monoteístas, por estar vinculadas a un único dios, sean especialmente intolerantes y bélicas y estén más predispuestas al empleo de la fuerza? Algunos teólogos cristianos adoptan una ferviente actitud antimonoteísta frente a determinados intelectuales laicos. ¿No estarán subestimando la medida en que algunos representantes de la Iglesia fomentan el sentimiento antirreligioso en nombre de Dios y, apoyándose en su autoridad moral, imponen grandes exigencias a la sociedad, sin resolver los problemas en su propia casa? A veces, los dogmatistas cristianos manifiestan también un sentimiento increíblemente antimonoteísta y tratan de sustentar sus especulaciones trinitarias en argumentos polémicos contra la creencia de los judíos, los cristianos y los musulmanes en un dios, supuestamente responsable de tanta intolerancia y discordia. ¿Acaso no se lanzaron las Cruzadas precisamente en nombre de Cristo y no se quemó en la hoguera a brujas, herejes y judíos precisamente en nombre de la "Santísima Trinidad"?

Abordemos ahora el problema de la religión y la guerra[1] reconociendo, sin más, que las religiones nacieron junto con el hombre y que, desde que existe la humanidad, existe también la violencia. En el mundo humano, que ha evolucionado a partir de reino animal, no se conoce ninguna sociedad paradisíaca en la que no exista alguna forma de violencia. La imagen del "buen noble" puro y pacífico surgió hace mucho tiempo como mito creado en el período optimista de la Iluminación, del que fue víctima hasta la famosa antropóloga Margaret Mead cuando estudió a los habitantes de Samoa, que parecían ser absolutamente pacíficos.

Hoy día, hasta los filósofos de moral cristiana reconocen la aparición de normas, valores y actitudes éticos específicos a través un proceso sociodinámico sumamente complejo. Ante las necesidades y prioridades humanas, ha sido siempre necesario imponer reglas que rigiesen el comportamiento del hombre. Ese es el origen de la cultura humana. Durante generaciones, el ser humano ha tenido que poner a prueba esas normas éticas para comprobar si estaban justificadas, inclusive el respeto por la vida ajena y la abstención de matar a otras personas con propósitos abyectos – o sea, no cometer asesinatos. Sin embargo, las guerras existen desde tiempos inmemoriales, sobre todo para conseguir el poder (mana) y el prestigio que se considera que proporcionan, así como restablecer el orden divino presuntamente perturbado de las cosas.

Se entiende por guerras “santas” las guerras de agresión lanzadas con un fin supuestamente misionero siguiendo órdenes de una divinidad dada. El que se libren en nombre de un dios o de varios es secundario. No obstante, sería erróneo atribuir motivos religiosos a todas las guerras libradas por “cristianos” en los siglos más recientes. Está claro que la culpa de que los colonos blancos mataran a innumerables indígenas y aborígenes en América Latina, América del Norte y Australia, de que los colonos alemanes dieran muerte a decenas de miles de hereros en Namibia, de que los soldados británicos mataran a grandes masas de protestantes en la India, de que los soldados israelíes aniquilaran a cientos de civiles en el Líbano o Palestina y de que las tropas turcas exterminasen a cientos de miles de armenios no puede atribuirse verdaderamente a personas que creen en un solo dios. Pero miremos más de cerca qué guerras apoyadas en razones religiosas tienen su raíz en las tres religiones proféticas.

¿La guerra santa de “Yahvé”?

La atribución de normas éticas, encontradas ya, por ejemplo, en el Código de Hamurabi, que se remonta a la antigua Babilonia de los siglos XVIII y XVII a. C., a la autoridad de un único dios, y el establecimiento de la ley de Dios, como ocurrió con el Decálogo (del griego deka logoi, “diez palabras”) o Diez Mandamientos[2], supone el comienzo de un nuevo estadio de desarrollo cultural. Los exegetas del Antiguo Testamento tienden a coincidir en que el politeísmo seguía muy extendido en Israel en tiempos de los Reyes y que al principio imperaba la monolatría: de los muchos dioses existentes, en Israel sólo se adoraba a Yahvé, si bien no se descartaba la existencia de otros dioses en otros pueblos. El monoteísmo estricto, que niega radicalmente la existencia de otros dioses, sólo existe desde el exilio babilónico, en los últimos capítulos del Libro de Isaías (Deuteroisaías), es decir, desde la teocracia, cuando todos los relatos se escribían desde el inicio hasta el fin en el espíritu de un monoteísmo estrictamente exclusivo[3].

Por lo que atañe a la cuestión de la religión y la violencia, ello significa que la violencia imperaba en el mundo mucho antes de la relativamente tardía aparición del monoteísmo, y no es posible encontrar ninguna prueba de que la propensión a la violencia aumentase con su llegada. En aquellos tiempos de cambio de dominación foránea politeísta, cabe considerar a Israel más como víctima que como autor de la violencia.

Sin embargo, la Biblia hebrea se caracteriza por la convicción de que la violencia de la naturaleza, al igual que la del hombre, es característica de la realidad terrenal y que el poder del mal no puede ser contenido sino temporalmente. Por consiguiente, ofrece crudos relatos de violencia, mientras que en otras culturas antiguas – Rene Girard lo ha tratado en mayor detalle[4] – la violencia se soslayaba discretamente, haciendo alusión a ella de forma indirecta, minimizándola o glorificándola en mitos y leyendas. En los libros de la Biblia se aborda muchas veces el tema de la violencia, y el ser humano se ve confrontado con su naturaleza violenta, desde el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín por motivos de mera rivalidad[5], a la predicación de los profetas en contra de la violencia y, por último, a una visión de paz establecida entre las naciones por el propio Yahvé, según los profetas Miqueas e Isaías[6], con un final de los tiempos sin violencia en que las espadas se transformarán en arados – un manifiesto para los movimientos pacifistas actuales, incluido el de Israel.

Muchas veces, los relatos de acontecimientos violentos se escribieron siglos después de que acaeciesen y resulta prácticamente imposible verificar su autenticidad histórica, aunque con ello se ha evitado un uso indebido de los textos con fines políticos hasta la actualidad (conflicto de Oriente Próximo). La guerra de Yahvé[7] – que se narra en relación con los asentamientos en Israel y Judea y que probablemente fue una lenta infiltración o reestructuración interna de Palestina en lugar de una conquista militar[8] – es una interpretación histórica realizada unos cinco siglos más tarde, tal vez como contrapropaganda a la amenaza de terror de Asiria. En el epígrafe de un rey moabita del siglo IX a. C. se menciona la destrucción de toda la población de una ciudad como sacrificio a Dios, pero se refiere a los moabitas, no a los israelíes, y el Antiguo Testamento no contiene ningún texto del que pueda extraerse información fidedigna de un sacrificio israelí en ningún periodo de la historia de Israel[9]. Naturalmente, no puede descartarse la posibilidad de que Israel hubiera realizado tal acto de sacrificio pero, desde luego, no podría inferirse una mayor tendencia del monoteísmo a la violencia de un acto puntual de Israel[10]. Tampoco puede establecerse lo que haya de cierto en los relatos heroicos – como los escritos sólo varios siglos después – del legendario profeta Elías, que como implacable vencedor en la religión de Yahvé se dice que mató a todos los profetas de Baal y Asera[11]. En cualquier caso, no es un argumento en contra del monoteísmo israelí, ya que todos los profetas de Israel, salvo Elías, habían sido asesinados en nombre del dios Baal y su panteón.

Las narraciones de guerras y actos de violencia han de considerarse dentro del contexto general de la Biblia hebrea. Al relatar la creación de la humanidad, la prehistoria bíblica no pretende ofrecer una imagen idílica del primer ser humano en el Edén, sino describir la condición del hombre como tal: según la Biblia hebrea, Adán no fue el primer judío, ni el primer cristiano ni, por supuesto, el primer musulmán (al menos si, no se toma musulmán como monoteísta a fines de simplificación). El término ådåm significa, sencillamente, persona: una persona creada a imagen y semejanza de Dios[12]. Según la historia admonitoria del asesinato de Abel por su hermano Caín, el momento culminante de la prehistoria es el diluvio que, a diferencia de otros testimonios del mismo en la región, se centra en el problema de la violencia: la humanidad estaba corrompida “delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia” y, por ende, condenada a la destrucción[13]. El único hombre justo, Noé, y su familia fueron librados, y se permitió un nuevo comienzo de la humanidad bajo el signo del arco iris que surcó los cielos, simbolizando el pacto entre Dios y todos los hombres, así como, desde luego, la creación entera.

En adelante, Dios protegió la vida humana sancionando los actos de violencia, “porque a imagen de Dios es hecho el hombre”[14]. El pacto de Dios con el hombre se expresó mediante un código ético – un código mínimo de conducta basado en el principio del respeto por la vida (el teólogo y doctor Albert Schweitzer lo consideró la base misma de la ética en general), es decir, que prohíbe matar y comer carne de animales vivos. A partir de este código ético, el judaísmo rabínico elaboró posteriormente las siete Leyes Noájidas o Leyes de Noé que prohibían, además de matar y tratar con crueldad a los animales, robar, cometer adulterio, adorar a ídolos y blasfemar; asimismo, incluían el mandamiento positivo de administrar justicia (establecer tribunales)[15]. Constituyen un código universal de conducta válido desde el primer momento no sólo para los judíos, sino para todos los seres humanos[16].

¿Está, pues, justificado el “sentimiento antimonoteísta”? No, ya que la creencia de los judíos, los cristianos y los musulmanes en un único dios es contraria a todas las casi religiones o pseudoreligiones que establecen valores relativos como absolutos. Incluso hoy, esa creencia significa una negación radical de toda deificación de las fuerzas de la naturaleza, pero también de todos los valores terrenales que se convierten prácticamente en objetos de veneración por los que se sacrifica todo, en los que deben depositarse todas las esperanzas y a los que debe temerse por encima de todas las cosas – ya sea el lucro personal, el sexo, el poder, el deporte o la ciencia, la nación, la Iglesia, un partido, un líder o un Papa que el hombre moderno adore como su “dios”. Los esfuerzos de algunos “superhombres” como Stalin y Hitler, ávidos de poder, para sustituir la creencia en un dios por la creencia en la sociedad socialista o la raza aria y, en última instancia, lograr su propia deificación, costaron millones de vidas humanas. Martín Lutero lo expresó con muy pocas palabras: “(…) la confianza y la fe del corazón hacen a dios o a un ídolo (…) aquello en lo que deposites tu corazón y tu confianza será realmente tu dios”[17].

La creencia en un dios da a los judíos, los cristianos y los musulmanes la mayor libertad posible frente a todas las limitaciones espirituales: el pacto con el único y verdadero Absoluto libera a los seres humanos de todo lo que es relativo y que, por ende, no puede convertirse en un ídolo. Así pues, no existe la necesidad hoy, en la transición al periodo posmoderno, de un regreso a los dioses ornamentado con mitología. Lo que sí se necesita, más que la creación de mitos artificiales, es volver a un dios único y verdadero que, como el dios de los judíos, los cristianos y los musulmanes, no tolerará falsos dioses a su par. Esos son los cimientos de la tolerancia entre las personas: dado que dios es dios para todos, todas las personas – incluso las que no son judías, cristianas o musulmanas – han sido creadas a su imagen y, por ello, merecen que se respete su dignidad. Ahora bien, ¿cuál es la posición del cristianismo con respecto a la violencia y la guerra?

La violencia bajo el signo de la Cruz

Después de que se designase el cristianismo como religión de Estado en tiempos del antiguo Imperio Romano, era casi inevitable, tanto para la zona griega, que abarcaba las provincias de la Roma oriental y el Imperio Bizantino, como para la zona latina, que cubría la Roma occidental y el Sacro Imperio Romano de Carlomagno, que el Estado y la Iglesia utilizasen su respectivo poder para protegerse, apoyarse y promoverse mutuamente, a pesar de la rivalidad que pronto surgió entre ambos. Al mezclarse los ámbitos de lo sagrado y lo profano, los gobernantes laicos se vieron convertidos en protectores de la Iglesia y los miembros de la jerarquía eclesiástica legitimaron e inspiraron a las autoridades laicas en numerosas ocasiones. La ampliación de la dominación laica llevó siempre a la expansión de la Iglesia, al igual que la labor misionera de la Iglesia llevó a una expansión de la dominación laica. El derecho nacional y el canónico se completaron mutuamente, las normas eclesiásticas rigieron la vida civil y las autoridades civiles sancionaron las violaciones de los preceptos morales y religiosos. De este modo, “el brazo laico y el brazo espiritual” se asistieron de forma recíproca. Pero los actos laicos de violencia arrojan, por fuerza, una extensa sombra sobre el Cristianismo, ya que la Iglesia participó a menudo directamente en actividades y campañas violentas totalmente incompatibles con el espíritu pacífico y antibélico de su fundador. ¿Qué fechorías fueron no sólo toleradas, sino aprobadas en nombre de Cristo?

Sin embargo, no era en absoluto inevitable que la cruz del Nazareno muerto por los romanos y a la que el frío y supersticioso político Constantino atribuyó la victoria decisiva sobre su rival Majencio en la batalla del puente de Milvian en 312, fuera usada cada vez más como insignia en la batalla, creando un “sello de aprobación” cristiano incluso de los actos más sangrientos y crueles. Incluso en los albores del imperio cristiano, existía una violenta oposición entre los enemigos, tanto de dentro como de fuera: la guerra entre el primer emperador franco cristiano, Carlomagno, y los sajones paganos, que se acompañó de miles de ejecuciones y deportaciones, duró unos treinta años. Era muy normal que se ejecutara a herejes y personas con creencias diferentes, y luego a judíos y brujas, en la iglesia de los mártires.

En la alta Edad Media, una Iglesia militante libró la “guerra santa”. Aunque las iglesias ortodoxas del Este participaban también en los conflictos principalmente político-militares del poder laico y, a menudo, conferían legitimidad teológica a las guerras o las inspiraban incluso, la teoría del uso legítimo de la fuerza para alcanzar fines espirituales (teoría agustiniana) no se aplicó hasta el cristianismo latino de occidente y, con el tiempo, se permitió también el uso de la fuerza para propagar el Cristianismo. Contrariamente a toda la tradición de la primera Iglesia, se libraron guerras para convertir a los paganos, difundir el evangelio y combatir la herejía, mientras que las Cruzadas fueron una inversión completa del verdadero significado de la cruz.

De hecho, fueron los representantes supremos del Cristianismo, el Papa Urbano II y luego el poderoso predicador, místico y fundador de una orden religiosa, Bernard de Clairvaux, quienes llamaron a la guerra en nombre de Jesucristo, a fin de liberar la “Tierra Santa” de los “infieles”, los musulmanes. Se consideró que las Cruzadas incumbían a toda la cristiandad (occidental). Supuestamente fueron autorizadas por el mismo Cristo, ya que se dice que el Papa, su portavoz, exhortó personalmente a que se tomaran las armas. Más tarde, Inocencio III, que había lanzado la cuarta Cruzada (con el fatídico resultado de la conquista, la matanza y el saqueo de Constantinopla, para afirmar la primacía de Roma), fue el primero en anunciar una poderosa cruzada en Occidente contra otros cristianos, iniciando las implacables guerras contra los albigenses que duraron dos siglos en el sur de Francia, y en las que se produjeron horrores inenarrables en ambos bandos, así como el exterminio de categorías enteras de población.

Incluso en aquellos tiempos, la gente se preguntaba si Jesús, que pronunció el Sermón del Monte y predicó en contra de la violencia, instando a amar al enemigo y a renunciar a la riqueza, habría permitido esas campañas militantes y si el significado de la cruz de Nazaret no se habría distorsionado por completo cuando, en lugar de inspirar a los cristianos para soportar su cruz de cada día en el verdadero sentido de las palabras, se blasonó en el atuendo de los cruzados para legitimar sus guerras sanguinarias. En el cristianismo medieval, la “Paz de Dios”, una medida para limitar la violencia, tenía un alcance limitado en el tiempo y en el espacio, como ofrecer asilo a los perseguidos. Los protestantes, al menos los menonitas, los hermanos y, sobre todo, los cuáqueros (la “iglesia histórica de la paz”) crearon una Iglesia Libre alternativa a la legitimación tradicional de la violencia en las iglesias nacionales y populares.

¿”Guerras santas” de los musulmanes?

Entretanto, los cristianos deberían haber empezado a comprender que el término árabe ÿihåd (yihad) no equivale a “guerra santa”[18], sino que abarca una serie de significados. En primer lugar, significa simplemente “esfuerzo” y en muchos pasajes del Corán se entiende como “lucha” moral “contra uno mismo” en el camino hacia Dios: “¡Luchad por Alá como Él se merece! Él os eligió”[19]. La combinación de los términos “santo” y “guerra” no aparece en el Corán; según el pensamiento islámico, una guerra nunca puede ser “santa”.

Sin embargo, en otros pasajes, la palabra yihad se entiende con un sentido fuerte de “lucha” o “batalla”, de guerra: “¡Creed en Alá y en Su Enviado y combatid por Alá con vuestra hacienda y vuestras personas!”[20]. Aquí, el verbo ÿåhada, “combatir”, con los bienes y la propia persona, significa luchar, “hacer la guerra”, y tiene como recompensa inmediata la promesa de entrar en el Paraíso. “Así, os (…) introducirá en jardines por cuyos bajos fluyen arroyos y en viviendas agradables en los jardines del edén. ¡Ese es el éxito grandioso!”[21]. Hay muchos otros versos como estos en el Corán: “¡Profeta! ¡Combate contra los infieles y los hipócritas, sé duro con ellos! Su refugio será la gehena. ¡Qué mal fin...!”[22].

Una cosa está clara: los seguidores de Cristo están obligados a luchar contra la violencia conforme a las enseñanzas, los actos y la suerte que corrió su Mesías, mientras que los seguidores del Profeta Mahoma están obligados, desde el principio, a participar, si es necesario, en contiendas bélicas sinónimo de violencia. La guerra se acepta como medio político, y como tal se libra y – en la mayoría de los casos – se gana. Por lo tanto, es difícil negar que, desde sus inicios, el islam tiene carácter militante, aunque la llamada a la guerra estaba ligada, en un principio, a los mecanos politeístas y las tribus árabes hostiles a los musulmanes, es decir, a una situación histórica muy particular en que la nueva comunidad musulmana estaba amenazada.

No obstante, hay que subrayar que el Profeta – por ejemplo, en el tratado de paz con los mecanos o con las comunidades cristianas y los judíos que quedaban – mostró no sólo la voluntad de luchar, sino también de hacer la paz y que el estatuto de Œimm o persona protegida siempre reflejó más tolerancia de la usual en los reinos cristianos. El Corán estipula que no se combatirá durante los meses sagrados[23] y nunca, en principio, en el recinto de la Mezquita Sagrada. Sólo se debe luchar contra los infieles[24].

Cuando se considera en relación con el hadith, que puede definirse como la biografía del Profeta, es fácil entender la siguiente explicación de autores musulmanes contemporáneos[25]: en las suras mecanas yihad no significaba inicialmente “guerra”, sino “esfuerzo” en situaciones conflictivas, y no se permitía la batalla armada, que estaba perdida de antemano. Sin embargo, en las suras de Medina, Mahoma recibió las primeras revelaciones que autorizaban a librar la guerra contra los mecanos idólatras, de modo que la yihad se convirtió en el deber de defenderse a sí mismo. En otras revelaciones, yihad se define más claramente como batalla armada de los creyentes contra los infieles.

Ahora bien, es difícil creer el argumento presentado por los musulmanes en forma de apología según el cual la yihad armada guarda relación solamente con las guerras defensivas, como demuestran los testimonios de los cronistas islámicos afirmando la gran importancia política y militar de la yihad. De hecho, cuesta imaginar una motivación más eficaz para una guerra que una lucha o batalla (a menudo expresada con el término inequívoco de quital = “combate” armado) contra los “no creyentes” sirviendo la causa del mismo Dios. Es la batalla más valiosa, que se señala como un deber en el propio Corán. Ese deber fue la principal motivación de los guerreros tribales comprometidos y los líderes que luchaban con ellos dentro y alrededor de la Península Arábiga en las primeras guerras de expansión, pero lo fue menos en el periodo del califato Omeya, cuando se planificaron estratégicamente guerras imperiales en lugares lejanos y se libraron con la ayuda de muchas tropas no árabes y sus jefes. Con los Abasíes, los árabes dejaron cada vez más la guerra en manos de las tropas turcas de modo que, tras el declive del califato, los turcos (con los mongoles en la India) heredaron el Imperio Islámico y emplearon, a su vez, la yihad como motivo legítimo para sus campañas de conquista de los Balcanes y la India.

Pronto, la guerra de Mahoma contra los mecanos herejes y las primeras guerras de conquista suscitaron debates sobre el concepto de “guerra” en el islam. Los debates condujeron, ulteriormente, a la doctrina clásica de la yihad, basada en el Corán y la Suna. En la Sharia, la yihad, con todas sus modalidades y condiciones, ocupa muchos capítulos[26]. ¿Cómo debe considerarse esto hoy y cuáles son las perspectivas para el futuro?

La región del islam – una región de guerra

Expresado así, el cliché de que el islam se extiende “a fuego y espada” no es correcto. El principal propósito de las primeras conquistas era expandir el territorio del Estado Islámico, no convertir la población a la fe islámica. El concepto esquemático de un mundo dividido en dos partes, la “región (morada) del islam” (dår al-Islåm) y la “región (morada) de guerra” (dår al-ªarb) surgió más tarde, con el desarrollo de la ley islámica. Esta división del mundo en un territorio en que el soberano musulmán se asegura del cumplimiento de las normas religiosas y un segundo territorio que rodea la región islámica y justifica saqueos y conquistas no podía conducir a la paz, ya que daba la impresión de que el objetivo de cualquier musulmán devoto debía ser convertir al islam a los no musulmanes, con la consecuencia inevitable de una guerra religiosa interminable.

Sin embargo, dado que resultaba imposible mantener un estado de guerra permanente, se consideró suficiente que el soberano llevase a cabo, o al menos planease, una expedición anual para saquear o hacer esclavos. La población contra la que se dirigía la yihad era constreñida a adoptar el islam. Las personas que se rendían podían obtener el estatuto de “personas protegidas”; de lo contrario, su conquista podía llevar, en determinadas circunstancias, a la esclavitud y sus posesiones convertirse en botín de los conquistadores. El mundo islámico se convirtió en un Estado multirracial, no solo a través de la conquista, sino también de los esclavos comprados o capturados en muchas tierras extranjeras[27]. ¿No es posible que la amenaza constante de guerra y el trato impuesto a los pueblos cristianos conquistados –entre otras razones– explicasen porqué tan pocos cristianos permanecieron en esas zonas del Oriente Próximo y el Norte de África, cuna del cristianismo?

Durante las amplias conquistas islámicas, la doctrina de la yihad se convirtió prácticamente en el sexto pilar del islam. A diferencia del cristianismo, el islam permitía convertirse en “testigo” (del griego martys) – concepto que también se encuentra en árabe en el sentido de mártir (sah/d, en plural suhadåˆ) – no solo pasivamente, sufriendo a causa de la fe profesada, sino también activamente, mediante la lucha. Cualquier persona que sacrifique su vida de este modo va directamente al Paraíso: “Cuando sostengáis, pues, un encuentro con los infieles, descargad los golpes en el cuello hasta someterlos. (...) No dejará que se pierdan las obras de los que hayan caído por Alá. (…) Él les dirigirá, mejorará su condición y les introducirá en el Jardín, que Él les habrá dado ya a conocer”[28].

Sin embargo, en la era moderna, se ha producido una renuncia creciente a la yihad bajo la presión del colonialismo europeo. Aunque el último sultán otomano, Mehmed V, instó a su pueblo en una fecha tan reciente como el 23 de noviembre de 1914 para que librara una yihad contra los poderes de la Entente, y aunque se haya proclamado una yihad incluso en determinadas circunstancias actuales, muchos representantes moderados de un islam moderno se acogen al significado original de yihad como esfuerzo en el sentido de lucha moral. Ya a finales del siglo XVIII, se distinguía, en las luchas en la frontera Sufí, entre “intervención a pequeña escala” como lucha armada contra enemigos externos e “intervención a gran escala”, que consistía en superarse a sí mismo y poner en práctica valores más elevados. Ahora bien, ¿qué forma adoptará la yihad del futuro?

¿Un concepto más radical de yihad?

En el siglo XX, se agregaron nuevas interpretaciones políticas al concepto de yihad. Los fundamentalistas modernos fueron capaces no solo de basarse en libros de derecho, sino también en los escritos de teólogos conservadores, en especial el erudito hanbalí Ibn Taymiyah, que alcanzó así el estatuto de padre espiritual de los islamistas radicales. En sus fatwas (informes jurídicos basados en la ley religiosa), Ibn Taymiyah examinó la situación de los musulmanes gobernados por los mongoles; consideraba que eran infieles y decía que debían ser tratados como tales, ya que se llamaban musulmanes pero no obedecían la Sharia. Así pues, era más sencillo para los ideólogos del islam radical en el siglo XX no limitar la yihad a la lucha externa en pos de la libertad frente al colonialismo, sino también extenderla a la lucha interna contra sus propios gobernantes autócratas occidentalizados que, presuntamente, habían dejado de practicar el islam. Además, era fácil emplear el término yihad con fines políticos: al igual que el término militar “campaña”, se puede reinterpretar de muchas maneras, según convenga, para que se refiera a la lucha contra el subdesarrollo, a la lucha contra el turismo, a la lucha contra la reforma económica o incluso al asesinato de políticos, escritores y periodistas liberales.

Desde los años setenta, se constata una radicalización del concepto de yihad (“yihad islámica”) entre los grupos extremistas que, aunque son pocos, están muy comprometidos. Bajo la influencia del egipcio Umar Abd ar-Rahman y del palestino Abdallah Azzam, ideólogo del movimiento Hamas (apoyado inicialmente por Israel contra Yasser Arafat), determinados grupos decidieron declarar la yihad como lucha armada en respuesta a la creciente ocupación de Palestina y la pasividad de muchos regímenes árabes. Uno de los grupos que entran en esa definición fue responsable, en 1981, del asesinato del presidente egipcio Anwar as-Sadat, tras su iniciativa de paz en Jerusalén; otro grupo que podría denominarse también terrorista se ha declarado responsable, junto con Hamas, de atentados suicidas en Israel. Lo inquietante de todo esto es que estos grupos radicales están captando progresivamente adeptos debido al pesimismo que genera la catastrófica situación del pueblo palestino, la pobreza y las dificultades que soportan las masas árabes, así como la falta de sensibilidad y los sistemas opresores de la elite en tantos países musulmanes, pero también, e igualmente importante, porque esos grupos radicales proporcionan servicios sociales a los sectores más pobres de la población.

Sin embargo, desde el 11 de septiembre de 2001, se ha ido aclarando el papel desastrosamente ambivalente de Arabia Saudita, el aliado más importante de Estados Unidos en el Oriente Próximo árabe (lazos comerciales entre las familias Bush y Bin Laden), no solo en términos de exportaciones de petróleo, sino también de exportación del terrorismo. El núcleo duro de Al Qaeda (en árabe al-qåÙida = cimiento, base), centrado en Osama bin Laden, está integrado por sauditas hostiles a la familia real, que tolera la presencia permanente de las tropas estadounidenses (30.000 soldados), mientras financia a rígidos grupos Wahhabi en países árabes próximos o lejanos. No puede seguir soslayándose el hecho de que el Wahhabismo fomenta la intolerancia y la xenofobia en Arabia Saudita y en el mundo islámico en general.

A fin de atajar las causas internas de la “enfermedad” islámica del fundamentalismo, como se manifiesta en particular en el Wahhabismo, el escritor tunecino Abdelwahab Meddeb propone que se tomen medidas en tres niveles: tradición, derecho y educación. En primer lugar, debería recordarse el gran número de controversias y debates en la tradición islámica para favorecer, con conciencia crítica, la libertad de un discurso pluralista en el islam actual. En segundo lugar, cuando las normas parecen inhumanas, deben buscarse los fallos en la tradición antigua (principio de talq/f) en un esfuerzo por hacer la ley más humana y acorde con los tiempos presentes. En tercer lugar, deben eliminarse de los programas escolares todos los elementos fundamentalistas: “El Wahhabismo, que es difuso por naturaleza, contamina la conciencia a través de la educación en nuestras escuelas, respaldado por la televisión”[29].

Ahora bien, los estadounidenses, los israelitas y los europeos deben haber constatado asimismo, al menos desde la guerra de Irak, que no es posible detener el terrorismo con una respuesta militar, especialmente porque los terroristas suicidas y los comparativamente menos dañinos lanzadores de piedras no se amedrentan ante el despliegue, por grande que sea, de equipos militares. Al contrario, el mal del terrorismo debe cortarse de raíz, y las astronómicas sumas de dinero que se gastan en armas tanto en Occidente como en los países árabes deben invertirse en reformas sociales, habida cuenta no solo de la violencia desmedida de los extremistas islámicos, sino también y sobre todo, del potencial de paz que encierra el islam.

Una interpretación religiosa en un espíritu de paz

En una época en que, a diferencia de la Antigüedad y la Edad Media, la humanidad dispone de nuevos medios técnicos para autodestruirse, todas las religiones, y especialmente las tres proféticas, a menudo tan agresivas, deberían poner su máximo empeño en evitar la guerra y promover la paz. A tal fin, sería indispensable realizar una relectura, una reinterpretación matizada por cada uno, de su propia tradición religiosa. La importancia de una comprensión contemporánea del Corán es más evidente si cabe: las declaraciones sobre la guerra no deberían aceptarse sin una visión crítica como doctrinas dogmáticas o normas jurídicas rígidas, sino que deberían interpretarse críticamente en su contexto histórico y transponerse a la actualidad. Para conseguir una interpretación religiosa en el espíritu de paz, debe adoptarse un enfoque dual.

Primero, las declaraciones y los acontecimientos militantes de cada tradición individual deben interpretarse en su propio contexto histórico, pero sin que se les reste importancia. Eso se aplica a las tres religiones:

las crueles “guerras de Yahvé” y los despiadados salmos de venganza de la Biblia hebraica deberían entenderse en el contexto de la apropiación de tierras y la consiguiente autodefensa contra enemigos más poderosos;
las guerras misioneras cristianas y las Cruzadas se originaron en la ideología eclesiástica de la alta Edad Media;
los llamamientos del Corán a la guerra reflejan la situación particular del Profeta en el periodo medinés y la naturaleza particular de las suras de Medina. Precisamente esos llamamientos a la lucha contra los mecanos politeístas no pueden usarse hoy como principio para justificar el empleo de la fuerza.

Segundo, las palabras y acciones en pro de la paz en la propia tradición deben, no obstante, tomarse seriamente como inspiración en la era actual. Eso debería ser más fácil para los cristianos, pues su origen no se remonta a profetas y héroes guerreros como Moisés y Elías o un rey agresivo como David, sino a un predicador de la no violencia y una iglesia temprana que, al menos inicialmente en el antiguo Imperio Romano, se expandió no a través de la violencia, sino de un mensaje de justicia, amor y vida eterna. Al comienzo, se prohibió a los cristianos no solo hacer el servicio militar, sino incluso trabajar como carniceros. Un musulmán que defienda la violencia y la guerra posiblemente invocará el Corán y las palabras y hechos del Profeta. Un cristiano que recurra a la violencia y participe en la guerra no podrá citar a Cristo como justificación.

Ahora bien, las peligrosas amenazas que pesan sobre la paz mundial plantean, sin lugar a dudas, problemas prácticos de difícil solución. Además de la necesidad de una reinterpretación religiosa en un espíritu de paz, hay que inculcar una conducta pacífica y ponerla en práctica.

Educación para la paz

Muchos cristianos no saben que en el Corán hay relativamente pocos versos sobre la guerra y la violencia y que las palabras “misericordia” y “paz” aparecen con mucha más frecuencia que “yihad”. Según el Corán, Dios no es el señor de la guerra (consideran que ese no es nombre para Dios); al contrario, como en las primeras palabras (que pronuncian los musulmanes al iniciar cualquier oración o discurso) de cada sura, Él es “el Compasivo, el Misericordioso”. Entre sus 99 nombres, se encuentran algunos vinculados a la paz, por ejemplo, “el Clemente”, “el Más Indulgente”, “el Amoroso” y “el Perdonador”.

Además, el “islam” (sumisión) que el hombre debería mostrar a Dios tiene la misma raíz etimológica que “paz” (salam); de ahí el saludo musulmán “la paz sea contigo” (Salåm Ùalaikum/Ùalaika)!). Dios perdona y los que perdonan siguen su ejemplo[30]. El Corán contiene incluso una especie de regla de oro: “No es igual obrar bien y obrar mal. ¡Repele con lo que sea mejor y he aquí que aquél de quien te separe la enemistad se convertirá en amigo ferviente!”[31]. La paz debe hacerse sobre todo entre creyentes enfrentados, pero también con los enemigos: “Si, al contrario, se inclinan hacia la paz, ¡inclínate tú también hacia ella!”[32].

En la actualidad, es necesario dispensar educación sobre los principios de paz a nivel individual y colectivo, a padres y a hijos, a ulemas y a políticos, teniendo presente que:

es bueno fomentar la autoestima entre los musulmanes, siempre que ésta no se convierta (como ocurrió con muchos judíos y cristianos en el pasado) en un sentimiento xenófobo y de superioridad moral que pueda propiciar atentados y actos terroristas;
es positivo luchar para superarse a sí mismo como una gran yihad, siempre que no conduzca a la autodestrucción con fines políticos, lo cual es inaceptable en la tradición musulmana, ya que solo Dios puede determinar la vida y la muerte;
se necesitan medidas drásticas para combatir el terrorismo, siempre y cuando no degeneren en medidas de seguridad movidas por la histeria que supriman los derechos fundamentales democráticos de los prisioneros de guerra e incluso de los propios ciudadanos. Las redes terroristas no pueden combatirse con medios militares, sino mediante la erradicación de las condiciones – pobreza y opresión de grandes secciones de la población –que las alimentan, aislando a los extremistas del entorno que los respalda y apoyando los movimientos reformistas no violentos[33].

El islam posee un considerable potencial de paz que, en vista de las experiencias recientes y, en particular, del 11 de septiembre de 2001, debería impulsarse. Ahora bien, los llamamientos en favor de la paz no bastan por sí solos. Se requieren no sólo una reinterpretación y una educación distinta en el espíritu y los principios de paz, sino también medidas prácticas para aplicar la paz.

La paz en la práctica

Para que una política sea efectiva, debe tener un “modo de acción”. Hay que rechazar de plano las políticas ideológicas y militares carentes de principios éticos, que representan solamente los intereses de la elite económica y política en el poder y justifican todos los medios para alcanzar fines políticos –mentiras, engaños, asesinatos políticos, guerra y tortura–, al igual que las políticas ideológicas de paz basadas únicamente en la pureza de las intenciones sin tener en cuenta en el equilibrio de poderes, la viabilidad y las posibles consecuencias negativas.

El arte de formular una política de paz responsable consiste en combinar los cálculos políticos inevitables con un juicio ético. ¿Qué principios éticos deben aplicarse a la cuestión de la guerra y la paz con miras a establecer un orden mundial nuevo y mejor?[34]

En el siglo XX, las guerras tampoco son “santas”, “justas” ni “limpias”. Incluso las “guerras de Yahvé” (Sharon), las “cruzadas” (Bush) y la yihad (al Qaeda) modernas, con el desmesurado tributo que se cobran en vidas humanas, la destrucción masiva de infraestructura y patrimonio cultural y los daños al medio ambiente, son absolutamente irresponsables.

Las guerras no son inevitables desde el principio: una diplomacia mejor coordinada, respaldada por un control eficaz de armamentos, podría haber evitado tanto la guerra en la antigua Yugoslavia como las dos guerras del Golfo.

Las políticas no éticas en pos de intereses nacionales – como las reservas de petróleo o la hegemonía en Oriente Próximo – influyen también en las guerras. Un examen de conciencia después de la guerra del Golfo de 1991 podría haber mostrado que no se trataba simplemente de “Estados malvados” y “democracias inocentes”, de buenos y malos, de Dios y Satanás. La demonización del oponente sólo sirve a menudo para aliviar la propia conciencia. Saddam Hussein, por ejemplo, recibió, sobre todo de Occidente, armas, dinero, tecnología y asesoramiento para protegerse de un Irán islamizado, y contó con el apoyo de los Estados Unidos (representado por Rumsfeld, el ulterior Secretario de Estado para la Defensa).

El pacifismo absoluto, que considera la paz como el summum bonum por el que debe sacrificarse todo, es difícilmente alcanzable políticamente y, como principio político, puede ser incluso irresponsable.

El derecho de legítima defensa, reconocido expresamente en el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, se enfatiza reiteradamente en la tradición musulmana: “Alá abogará en favor de los que han creído. (…) Les está permitido [tomar las armas] a quienes son atacados, porque han sido tratados injustamente”[35]. En el Parlamento de las Religiones del Mundo, que se reunió en Chicago en 1993, los participantes musulmanes consideraron importante, precisamente, que la “Declaración hacia una Ética Global” incluyese el derecho de legítima defensa en la Sección III.1 sobre no violencia. Así pues, la paz a cualquier precio, por ejemplo cuando planea la amenaza de un nuevo holocausto, es irresponsable. Es necesario oponerse a los dictadores megalómanos y los asesinos de masas como Stalin, Hitler y Saddam. Los autores de crímenes de lesa humanidad deberían comparecer ante la Corte Penal Internacional que es de esperar reciba también apoyo del gobierno que suceda al de George Bush, al menos en la mejor tradición estadounidense.

Desafortunadamente, por muchos mensajes y llamamientos de paz que realicen los sectores laicos y religiosos, por muchas medidas preventivas y prohibiciones que se introduzcan, no podrán prevenirse completamente las guerras y ni erradicarse de una vez por todas. Así pues, cuando ocurren guerras –lo que denota siempre un craso fracaso de la civilización humana– solo queda una cosa: las normas básicas mínimas de la conducta humana deben respetarse incluso en esa situación extrema. El derecho internacional humanitario ha levantado barreras inestimables contra la barbarie y la bestialidad, como las establecidas en los Convenios de Ginebra y constantemente vigiladas por la Cruz Roja. Cualquier debilitamiento del derecho, independientemente de quien sea el responsable, debería, por ende, recibir una respuesta contundente de la comunidad internacional, de conformidad con la pregunta retórica formulada por Henry Dunant: “(…) en una época en la que tanto se habla de progreso y de civilización, y dado que no siempre pueden evitarse las guerras, ¿no es perentorio insistir en que se han de prevenir o, por lo menos, aminorar sus horrores (…)?”[36].
Sobre el autor

Hans Küng es profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga. Participó en el Concilio Vaticano II como asesor teológico y ha escrito obras como Theology for the Third Millennium; El Cristianismo y las Grandes Religiones; Una Ética Mundial; El Judaísmo; El Cristianismo; Islam. Sus estudios sobre las religiones del mundo han conducido al establecimiento de la Fundación Ética Mundial, que preside desde 1995.

Notas

* El presente artículo está basado en el libro del autor sobre el Islam (Der Islam. Geschichte, Gegenwart, Zukunft, Piper Verlag GmbH, Múnich 2004, en especial en las págs. 688-719). Junto con El Judaísmo, 1992 y El Cristianismo. Esencia e Historia, 1995, forma parte de una trilogía sobre religiones monoteístas. Será publicado por Oneworld, Oxford.
[1] El artículo de P. Gerlitz, Krieg I (Religionsgeschichtlich), en Theologische Realenzyklopädie, vol. 20, 1990, de Gruyter, Berlín, ofrece un panorama general del elevado número de estudios teológicos comparativos sobre el tema de la guerra.
[2] V. Ex 20:1-17; Deut 5: 6-21. Las citas de la Biblia corresponden a la versión Reina Valera 1995, disponible en http://www.biblegateway.com
[3] V. H. Küng, Judaism, cap. 1-A II, 5: “The establishment of monotheism.”
[4] R. Girard, La violence et le sacré, París 1972 (en alemán: Das Heilige und die Gewalt, Zurich, 1987), y Le bouc émissaire, París, 1982 (en alemán Der Sündenbock, Zurich, 1988).
[5] Gen. 4.
[6] Is. 2:4; Miq. 4:1-3.
[7] Deut. 1-3 y Libro de Josué.
[8] Para un panorama general de los diversos intentos en la reconstrucción, v. H. Küng, Das Judentum, Ch. 1-C I, 1: “Die Landnahme.”
[9] V. N. Lohfink, Art. ªeraem (Vernichtungsweihe), en Theologisches Wörterbuch zum Alten Testament, vol. III, Stuttgart, 1982, Col. 192-213; Cit. col. 206.
[10] V. J. A. Soggin, Krieg II (Altes Testament), en Theologische Realenzyklopädie, vol. 20, 1990, de Gruyter, Berlín.
[11] 1 Reyes, 18-19.
[12] Gen. 1: 26-28.
[13] Gen. 6:11-13.
[14] Gen. 9:6.
[15] V. A. Lichtenstein, The Seven Laws of Noah, Nueva York, 1995.
[16] Sobre la importancia de la Leyes Noájidas para un código universal de conducta ética, v. también K.-J. Kuschel, Streit um Abraham, Dusseldorf, 2002, p. 224 y ss.
[17] M. Lutero, Catecismo Mayor, Primer Mandamiento, primer párrafo. Traducción del CICR.
[18] Sobre la guerra santar/yihåd, v. A. Noth, Heiliger Krieg und heiliger Kampf im Islam und Christentum, Bonn, 1966; R. Peters, Islam and Colonialism: The Doctrine of Jihad in Modern History, La Haya, 1980; W. M. Watt, A. T. Welch, Der Islam I: Mohammed und die Frühzeit – Islamisches Recht – Religiöses Leben, Stuttgart, 1980, esp. pp. 150 y ss; J. C. Bürgel, Allmacht und Mächtigkeit: Religion und Welt im Islam, Múnich, 1991, pp. 80 y ss; W. Ende, U. Steinbach (eds.), Der Islam in der Gegenwart: Entwicklung und Ausbreitung – Staat, Politik und Recht – Kultur und Religion, Múnich, 1996, pp. 279-282.
[19] Sura 22:78. El Corán (para una traducción en español, v. http://www.coran.org.ar).
[20] Sura 61:11.
[21] Sura 61:12.
[22] Sura 9:73.
[23] Sura 9:5.
[24] Sura 2:190-193.
[25] Por ejemplo, A. el Kalim Ragab (conferencia en Bamberg y El Cairo), “Die Lehre vom ‘ÿihåd’ im Islam: Eine kritische Diskussion der Quellen und aktueller Entwicklungen”, en A. Renz, S. Leimgruber (eds.), Lernprozeß Christen Muslime, Múnich, 2002, pp. 57-88.
[26 V. R. Peters, Jihad in Medieval and Modern Islam, Leiden, 1977, y su artículo “Jihåd”, en The Oxford Encyclopedia of the Modern Islamic World, vol. 2, 1995, p. 369-373.
[27] Sobre este fenómeno, v. J. C. Bürgel, “Der Islam und die Menschenrechte”, en R. Kley, S. Möckli (eds.), Geisteswissenschaftliche Dimensionen der Politik: Festschrift für Alois Riklin zum 65. Geburtstag, Berna, 2000, pp. 31-60, en que se refiere al trabajo de Hans Müller, Die Kunst des Sklavenkaufs nach arabischen, persischen und türkischen Ratgebern vom 10. bis zum 18. Jahrhundert, Friburgo/Br., 1980. En su libro Allmacht und Mächtigkeit (v. la nota 18 supra.) Bürgel explica varios fenómenos y procesos de la historia cultural islámica colocándolos en el contexto de la búsqueda de poder de la religión y el conflicto entre ella y las fuerzas profanas contrarias que deben ser sojuzgadas.
[28] Sura 47:4-6.
[29] A. Meddeb, La Maladie de l’Islam, París, 2002 (en alemán: Die Krankheit des Islam, Heidelberg, 2002, p. 247).
[30] Sura 64:14.
[31] Sura 41:33-35.
[32] Sura 8:61.
[33] Véase V. Rittberger, A. Hasenclever, “Religionen in Konflikten”, en H. Küng, K.-J. Kuschel (eds.), Wissenschaft und Weltethos, Múnich, 2001, pp. 161-200; A. Hasenclever, “Geteilte Werte – Gemeinsamer Frieden? Überlegungen zur zivilisierenden Kraft von Religionen und Glaubensgemeinschaften”, en: H. Küng, D. Senghaas (eds.), Friedenspolitik: Ethische Grundlagen internationaler Beziehungen, Múnich, 2003, pp. 288-318; G. Gebhardt, Zum Frieden bewegen: Die friedenserzieherische Tätigkeit religiöser Friedensbewegungen, Hamburgo, 1994.
[34] Para una exposición más detallada, v. H. Küng, Weltethos für Weltpolitik und Weltwirtschaft, Múnich 1997, Ch. A V: “Weltfrieden – Herausforderung für die Weltreligionen”.
[35] V. la sura 22:38 f.
[36] Henry Dunant, Recuerdo de Solferino, CICR, Ginebra, pp. 128-129.

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