Demos por supuesto que existe algo a lo que se puede llamar movimiento de okupación, pero que ello no presuponga que va más allá de un proceso difuso que comprende las prácticas diversas de los grupos y personas que okupan viviendas o edificios motivados no sólo por el interés de librarse de la pesada carga de los alquileres, sino por un ánimo social diverso y en absoluto unificado: desprovisto, pues, de estrategia y de organizaciones estables, al menos en este momento. Si esto es así, el movimiento tiene vectores diferentes de realización.
Por un lado, hay quien plantea las okupaciones tanto de viviendas como de centros sociales como respuesta a una necesidad –de techo digno sin explotación/especulación, de espacios donde realizar actividades autónomamente, sin mediaciones o dependencias institucionales–; por otro, hay quien lo hace como realización de un deseo –de vivir autónomamente, de tematizar conflictos en el seno de la metrópoli, de inventar formas de vida no condicionadas por la norma imperante: económica, cultural, sexual, afectiva...–. Son, por suerte, vectores enredados, líneas que se cruzan, se entienden y se apoyan. Es precisamente este interlineado, este proceso de cooperación y contaminación de planteamientos, el que marca la situación actual en Madrid.
Se ha solido ver las okupaciones como una asunto de gente concreta, “militantes” de un sector de la izquierda radical que encuentra en ellas sus formas políticas y señas de identidad. Eso cuando no se ha clasificado directamente a quienes okupan en la cuadrícula periodístico-policial de las “tribus urbanas”. La gente que ha acumulado diversas experiencias de okupaciones ha venido expresando, sin embargo, que la okupación es un instrumento y no un fin: instrumento de expresión de ideas y actividades políticas y sociales, espacio abierto de (inter)comunicación, incluso a pesar de arrastrar durante mucho tiempo cierta fama –sólo a veces fundada– de sectarismo y de tribalismo o marginalidad (para la izquierda más oficial). Otr@s, advenediz@s de este movimiento, no entramos a discutir sobre los instrumentos y los fines de las luchas, no sabemos distinguir, no queremos emplazarnos a un después que justifique el ahora ni nos preocupan los objetivos. Lo que sí sabemos (o queremos saber) es que en estas prácticas va nuestro deseo de vivir insumiso. (En el último panfleto de la okupa de Lavapiex 15: “no es para quedarnos en casa que hacemos una casa / no es para quedarnos en el amor que amamos / y no morimos para morir / tenemos sed / y paciencias de animal”) Y aunque esto pudiera aparentar cierta diferencia de principio, estamos en un momento en que la diferencia es gozosa y no es impedimento, sino proyectora de actividades comunes, de cooperación social en las luchas, que necesariamente tienen que afectar al cotidiano.
Las okupaciones, los espacios de libertad, han contribuido lo suyo a hacer proliferar el pensamiento crítico, las formas de vida radicales e insumisas, las ideas de cooperación entre diferentes sin un arbitrio de identidad. Así, ahora es posible compartir proyectos sin necesidad de establecer mecanismos de unificación diferentes del propio deseo de estar junt@s, de crear espacios multiformes, singulares, colectivos, verdaderas máquinas de lucha que proliferan y abarcan muchos terrenos, desde el convencionalmente político hasta el micropolítico –o lo social, donde mientras se piensa y actúa sobre la realidad dada también se experimentan otras formas de vida, trata de cambiar la vida–. En las okupaciones han tenido cabida para llevar a cabo sus actividades colectivos de todo tipo: sindicales, de barrio, antirrepresivos, de mujeres, de gais y lesbianas, antimilitaristas... y también musicales, artísticos, artesanales, grupos de autoempleo, cooperativas, etc.
Vistas las okupaciones como instrumento o vistas como momentos de lucha, la cooperación es posible. Cooperación no sólo entre quienes quieren una forma de vida política, sino entre espacios sociales que manifiestan sus deseos de lucha de formas muy diferentes. Los centros sociales okupados han estado y estarán abiertos –por definición– a las iniciativas de tod@s aquell@s que tienen algo que decir (no sólo reivindicar). No siempre se ha entendido y no siempre se ha aprovechado esa apertura. El intento –y no es el primero– de comunicarse ahora con otros espacios de lo social que habitualmente han visto las okupaciones como algo de otr@s tiene que ver con esto: el deseo o la necesidad de constituir territorios sociales diversos, potentes y creativos, espacios también de mestizaje político, social y cultural. Y también, cómo no, de tematizar problemas que son tabú en la metrópoli: la mercantilización del suelo urbano, la miserabilización de la vida en la ciudad, el círculo vicioso de aprendizaje en la producción-vida para la producción, la relación entre la vida cotidiana y el mando del capital, la usurpación de nuestros conocimientos por los dueños de todo lo material. No hay un sujeto definido para esas luchas, por más que se haya querido ver como un asunto de jóvenes radicales (y en su mayoría lo somos): sólo quien desee llevarlas a cabo. ¿Quiénes son l@s okupas? ¿L@s okupas mediátic@s? ¿Y por qué no también las gentes de la llamada izquierda, que piensan y actúan radicalmente? Cualquier colectivo, grupo de afinidad, plataforma, etc., puede desobedecer al mando y entrar en líneas de actuación que quiebran la legalidad desde la legitimidad y las ganas de libertad: pueden okupar, ser insumis@s, hacer objeción fiscal, abstenerse en el trabajo, participar en huelgas salvajes, hurtar en los supermercados, colarse en el metro, trucar la luz, obtener irregularmente subsidios... formas de apropiación del tiempo de vida, que, por descontado, también pueden ser legales. Pero hacen falta ganas, cooperación, luchas y conocimientos compartidos. Hay muchas casas vacías, hay más espacios vacíos.
Lavapiex, noviembre 1996
Por un lado, hay quien plantea las okupaciones tanto de viviendas como de centros sociales como respuesta a una necesidad –de techo digno sin explotación/especulación, de espacios donde realizar actividades autónomamente, sin mediaciones o dependencias institucionales–; por otro, hay quien lo hace como realización de un deseo –de vivir autónomamente, de tematizar conflictos en el seno de la metrópoli, de inventar formas de vida no condicionadas por la norma imperante: económica, cultural, sexual, afectiva...–. Son, por suerte, vectores enredados, líneas que se cruzan, se entienden y se apoyan. Es precisamente este interlineado, este proceso de cooperación y contaminación de planteamientos, el que marca la situación actual en Madrid.
Se ha solido ver las okupaciones como una asunto de gente concreta, “militantes” de un sector de la izquierda radical que encuentra en ellas sus formas políticas y señas de identidad. Eso cuando no se ha clasificado directamente a quienes okupan en la cuadrícula periodístico-policial de las “tribus urbanas”. La gente que ha acumulado diversas experiencias de okupaciones ha venido expresando, sin embargo, que la okupación es un instrumento y no un fin: instrumento de expresión de ideas y actividades políticas y sociales, espacio abierto de (inter)comunicación, incluso a pesar de arrastrar durante mucho tiempo cierta fama –sólo a veces fundada– de sectarismo y de tribalismo o marginalidad (para la izquierda más oficial). Otr@s, advenediz@s de este movimiento, no entramos a discutir sobre los instrumentos y los fines de las luchas, no sabemos distinguir, no queremos emplazarnos a un después que justifique el ahora ni nos preocupan los objetivos. Lo que sí sabemos (o queremos saber) es que en estas prácticas va nuestro deseo de vivir insumiso. (En el último panfleto de la okupa de Lavapiex 15: “no es para quedarnos en casa que hacemos una casa / no es para quedarnos en el amor que amamos / y no morimos para morir / tenemos sed / y paciencias de animal”) Y aunque esto pudiera aparentar cierta diferencia de principio, estamos en un momento en que la diferencia es gozosa y no es impedimento, sino proyectora de actividades comunes, de cooperación social en las luchas, que necesariamente tienen que afectar al cotidiano.
Las okupaciones, los espacios de libertad, han contribuido lo suyo a hacer proliferar el pensamiento crítico, las formas de vida radicales e insumisas, las ideas de cooperación entre diferentes sin un arbitrio de identidad. Así, ahora es posible compartir proyectos sin necesidad de establecer mecanismos de unificación diferentes del propio deseo de estar junt@s, de crear espacios multiformes, singulares, colectivos, verdaderas máquinas de lucha que proliferan y abarcan muchos terrenos, desde el convencionalmente político hasta el micropolítico –o lo social, donde mientras se piensa y actúa sobre la realidad dada también se experimentan otras formas de vida, trata de cambiar la vida–. En las okupaciones han tenido cabida para llevar a cabo sus actividades colectivos de todo tipo: sindicales, de barrio, antirrepresivos, de mujeres, de gais y lesbianas, antimilitaristas... y también musicales, artísticos, artesanales, grupos de autoempleo, cooperativas, etc.
Vistas las okupaciones como instrumento o vistas como momentos de lucha, la cooperación es posible. Cooperación no sólo entre quienes quieren una forma de vida política, sino entre espacios sociales que manifiestan sus deseos de lucha de formas muy diferentes. Los centros sociales okupados han estado y estarán abiertos –por definición– a las iniciativas de tod@s aquell@s que tienen algo que decir (no sólo reivindicar). No siempre se ha entendido y no siempre se ha aprovechado esa apertura. El intento –y no es el primero– de comunicarse ahora con otros espacios de lo social que habitualmente han visto las okupaciones como algo de otr@s tiene que ver con esto: el deseo o la necesidad de constituir territorios sociales diversos, potentes y creativos, espacios también de mestizaje político, social y cultural. Y también, cómo no, de tematizar problemas que son tabú en la metrópoli: la mercantilización del suelo urbano, la miserabilización de la vida en la ciudad, el círculo vicioso de aprendizaje en la producción-vida para la producción, la relación entre la vida cotidiana y el mando del capital, la usurpación de nuestros conocimientos por los dueños de todo lo material. No hay un sujeto definido para esas luchas, por más que se haya querido ver como un asunto de jóvenes radicales (y en su mayoría lo somos): sólo quien desee llevarlas a cabo. ¿Quiénes son l@s okupas? ¿L@s okupas mediátic@s? ¿Y por qué no también las gentes de la llamada izquierda, que piensan y actúan radicalmente? Cualquier colectivo, grupo de afinidad, plataforma, etc., puede desobedecer al mando y entrar en líneas de actuación que quiebran la legalidad desde la legitimidad y las ganas de libertad: pueden okupar, ser insumis@s, hacer objeción fiscal, abstenerse en el trabajo, participar en huelgas salvajes, hurtar en los supermercados, colarse en el metro, trucar la luz, obtener irregularmente subsidios... formas de apropiación del tiempo de vida, que, por descontado, también pueden ser legales. Pero hacen falta ganas, cooperación, luchas y conocimientos compartidos. Hay muchas casas vacías, hay más espacios vacíos.
Lavapiex, noviembre 1996
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