Una epistemología liberal insuficiente

Una epistemología liberal insuficiente
Universidad Complutense de Madrid

1. Sobre la contradicción entre teoría y práctica

La gente suele tener una idea muy ruin y extremadamente deformada del anarquismo. Sin embargo ningún buen conocedor de las ideologías sociales negaría que los anarquistas han sido al menos en la historia de Occidente los grandes enamorados de la transformación radical de la sociedad (a eso antes, con palabra fuerte, se le llamaba revolución) por un lado, y a la par los grandes educadores del pueblo, pues nadie como ellos en la humanidad ha mostrado tanta pasión colectiva e individual por la realidad educativa en general: la instrucción, la enseñanza reglada, la escuela, los métodos pedagógicos, la enseñanza informal. En definitiva, en ambos aspectos -el de la renovación social y cultural, dos dimensiones indisolublemente entrelazadas- los anarquistas se han alzado cual apóstoles radicales de su causa, y por ende han significado la antítesis de la apostasía respecto de sus propias convicciones. En ese sentido constituyen un modelo indomable altamente loable, en torno al cual han dado la vida sus mártires y sus santos laicos abundantemente.

Sin embargo entre aquellas sus prácticas revolucionarias hipercomunitarizantes por un lado, y sus teorías pedagógicas individualistas y de signo permisivo-liberal por otra, media una contradicción insuperable cuya articulación y fertilidad recíproca resulta a la larga imposible. Traemos aquí a colación esa aporía constitutiva suya sin el menor ánimo polémico, antes al contrario, porque del anarquismo todos los cristianos tendríamos bastante que aprender en lo relativo a su cosmovisión y a su práctica, también de lo que se refiere a sus graves fallos (no siendo el menor de ellos su postura antitea), y a sus contradicciones. Y sobre todo tenemos aún mucho que aprender de su presencia testificante. En las páginas que seguirán pretendemos mostrarlo someramente con el ánimo de revitalizar y realentar la opción integral y militante que un cristiano ha de vivir, en este caso a partir de su compromiso con la educación.

En aras de la metodología adecuada, y para hacer honor a lo que nos traemos entre manos, que es la pedagogía misma, dividiremos en dos partes el análisis, la primera analizando la epistemología subyacente a la segunda.



2. Importancia de la educación en el compromiso con la realidad

Bastaría abrir cualquier panfleto libertario para darse cuenta inmediatamente de la absoluta importancia concedida en este movimiento a la educación como factor decisivo para la emancipación de la humanidad. Valgan al respecto como simples recordatorios estos dos textoss tomados al azar entre cualesquiera otros:

«La educación, no hay duda, es la palanca que pedía Arquímedes para remover el mundo. Con unos cuantos años de educación verdadera, la que hace hombres libres y de carácter, el género humano se transformaría y el reinado de las injusticias, aberraciones y crímenes habría terminado.

Por eso los obreros, comprendiendo que sólo con hombres conscientes se puede transformar la sociedad actual, fundan escuelas, las cuales, si bien no carecen de defectos, a lo menos no embrutecen la inteligencia, ni empujan a la degeneración humana». (Francisco Navés. In «La Revista Blanca», Madrid, 1 de octubre de 1901)

«Otro padre, un soldado, habiendo venido a buscar a su hijo, le encontró en la clase de dibujo. Al ver el talento de su hijo se puso a tratarle de vos, y no se resolvió a entregarle en la clase las marmitas pequeñitas que le llevaba de regalo» (Leon Tolstoy: La escuela de Yasnaïa Poliana. Ed. Júcar, Gijón, 1977, p. 44).



3. Escuela sin adjetivos

Ahora bien el anarquismo enamorado de la escuela, y obviamente de la escuela en libertad, ¿cómo podría abrir del todo las esclusas de esa su querida libertad y establecer al propio tiempo límites ideológicos definitorios (definir significaría delimitar, restringir, excluir) en el interior de su propia escuela, límites que la desvirtuarían hasta hacer de ella una escuela en cautividad?

Mas si para mantener la libertad hubiera que prescindirse de toda prohibición y de toda obligación, entonces ¿valdría cualquier orientación de cualquier signo en la escuela so capa libertaria?

Esta aporía, intrínseca en general al anarquismo sin adjetivos (podrían leerse las obras de Diego Abad de Santillán), adquiere en particular toda su crudeza en el ámbito escolar. En efecto, un anarquismo con adjetivos, donde no todo valiese, y por ende con algún sistema de incompatibilidades definido, no sería ya un anarquismo omnipermisivo pero ¿sería entonces siquiera un anarquismo mínimamente anarquista? ¿albergaría alguna identidad propia, por pequeña que fuere? ¿cuál entonces?.

Más allá de esa aporía, el equívoco que la funda lo expresa breve pero contundentemente J. R. Schmid: «La libertad absoluta y la educación son dos nociones que se excluyen. En donde impera la libertad absoluta, la educación ha perdido sus derechos, ya que la 'libertad absoluta' no es otra cosa que la supresión de la educación. La libertad absoluta es el fin por el que lucha toda clase de educación, pero que está fuera de su alcance, ya que a medida que se aproxima a él, ella misma desaparece» (El maestro-compañero y la pedagogía libertaria. Ed. Fontanella, Barcelona, 1973, p. 233).

Los textos que adjuntamos a continuación, en todo caso, dan la palabra a esa tendencia desadjetivadora de que hablamos, representada en España por Ricardo Mella entre otros (pueden leerse al respecto los estudios de Félix García Moriyón), sin por ello deshacer la aporía:

«¿Qué clase de anarquismo enseñaríamos en las escuelas en el supuesto de que ciencia y anarquismo fueran una misma cosa? Un profesor comunista señalaría a los niños el simplismo e idílico anarquismo de Kropotkin. Otro profesor individualista enseñaría el feroz egolatrismo de los Nietzsche y Stirner, o el complicado mutualismo proudhoniano. Un tercer profesor enseñaría el anarquismo con base sindicalista influído por las ideas de Malatesta u otros. ¿Cuál es aquí la verdad, la ciencia, para que quede establecido en firme ese desponderado absurdo de lo absoluto racionalista?

Como nosotros hay miles de hombres que se creen en posesión de la verdad. Son probablemente, seguramente, honrados, y honradamente piensan y sienten. Tienen el derecho a la neutralidad. Ni ellos han de imponer a la infancia sus ideas ni hemos de imponerles nosotros las nuestras. Enseñemos las verdades adquiridas y que cada uno se haga a sí mismo como pueda y quiera. Esto será más libertario que la funesta labor de dar a los niños ideas hechas que pueden ser, que serán muchas veces enormes errores.

Y guárdense los dómines del anarquismo que se consideran únicos poseedores de la verdad la palmeta para mejor ocasión, que ya es tarde para resucitar risibles dictaduras y para expedir o denegar patentes que nadie solicita ni nadie admite» (Ricardo Mella: El problema de la enseñanza. In «Acción Libertaria», núm. 11. Gijon, 27 de enero de 1911).

«La escuela no puede ser ni republicana, ni masónica, ni socialista, ni anarquista, del mismo modo que no puede ni debe ser religiosa. La escuela no puede ni debe ser más que el gimnasio adecuado al total desarrollo, al completo desenvolvimiento de los individuos. No hay, pues, que dar a la juventud ideas hechas, cualesquiera que sean, porque ello implica castración y atrofia de aquellas mismas facultades que se pretenden excitar. Fuera de toda bandería hay que instituir la enseñanza arrancando a la juventud del poder de los doctrinarios, aunque se digan revolucionarios. Verdades conquistadas, universalmente reconocidas, bastarían para formar individuos libres intelectualmente.

Y nosotros, que colocamos por encima de todo la libertad, toda la libertad de pensamiento y de acción, que proclamamos la real independencia del individuo, no podemos preconizar para los jóvenes métodos de imposición, ni aún métodos de enseñanza doctrinaria.

La escuela que queremos, sin denominación, es aquella en que mejor y más se suscite en los jóvenes el deseo de saber por sí mismos, de formarse sus propias ideas. Dondequiera que esto se haga, allí estaremos con nuestro modesto concurso» (Ricardo Mella: El problema de la enseñanza. In «Acción Libertaria», núm. 5. Gijón, 16-XII-1910).



4. Contra la indoctrinación

En coherencia con la antementada actitud desadjetivadora y enemiga de las delimitaciones, la gestión escolar anarquista habría de ir contra toda normatividad por reputarla manipuladora e indoctrinadora y por ende enemiga de la libertad:

«Y en último extremo, aunque el racionalismo y el anarquismo sean todo lo idénticos que se quisiera, nosotros anarquistas debemos guardarnos bien de grabar deliberadamente en los tiernos cerebros infantiles una creencia cualquiera, impidiéndoles así o tratando de impedirles futuros desarrollos» (Ricardo Mella: «El problema de la enseñanza. In «Acción Libertaria», núm. 11. Gijón, 27-I-1911).

Pero de este modo la aporía que comenzábamos señalando no ha abandonado la palestra, pues ¿de qué serviría que el maestro no influyera en el alumno y que renunciase en lo posible a dirigirle, si en última instancia existe una ósmosis, un continuo intercambio entre el niño y la sociedad? Escuela y sociedad son dos aspectos de una misma moneda, y desde luego la sociedad no se priva en modo alguno de indoctrinar.

Así las cosas ¿habría que permitir esa indoctrinación social (extremadamente nociva a veces) a un niño indefenso porque sus maestros han renunciado a vacunarle contra dicha indoctrinación social? Por lo demás una cosa es indoctrinar a lo bestia, lavar salvajemente el cerebro, comer el coco, sectarizar, y otra muy distinta educar críticamente transmitiendo las propias convicciones magisteriales de una forma reflexiva, serena, crítica.

Sea como fuere, aquella negativa a la indoctrinación ha reverdecido últimamente entre los pedadogos liberal-libertarios. Dos ejemplos:

- En Summerhill, por ejemplo, la base educativa principal la constituía el mitema de que el niño no debe ser perturbado en su desarrollo psicológico, y por tanto no debe ser dirigido. ¿Que el niño quiere romper un cristal? Pues lo rompe: ya lo pagará su padre.

- Por su parte la célebre pedagogía centrada en el cliente de Carl Rogers defiende que la actitud ante el niño ha de ser empática; esto significa que el docente no debería dictar nada, simplemente escuchar: para no deformar el alma del alumno lo mejor sería no darle, ay Mairena el bueno, ni un solo consejo.

5. Paidocentrismo

Pero además con la negativa a la indoctrinación propia de las pedagogías no-directivas no se ha cambiado demasiado la estructura misma del problema que se pretendía resolver; simplemente se ha dado la vuelta a la tortilla, y si antes magistraba el profesor, ahora magistra el alumno. Todo sigue igual estructuralmente, porque de esta forma quien magistra es el alumno convertido en neomaestro; él habrá ocupado en la escuela el lugar que simbolizaba el paleomaestro en la vieja escuela:

«El maestro está siempre impulsado involuntariamente a escoger el procedimiento de enseñanza más cómodo. Cuanto más cómodo es este procedimiento para el maestro, más incómodo resulta para los discípulos. Sólo es bueno aquel que satisface a los alumnos» (Leon Tolstoi: La escuela de Yasnaïa Poliana. Ed Júcar, Gijón, 1977, p. 48).

Sin embargo el paidocentrismo, tan inequívocamente rusoniano (los anarquistas han sido con Bakunin acérrimos enemigos de la teoría del contrato social, pero en pedagogía firmes rusonianos), el paidocentrismo tan inequívocamente rusoniano supone implícitamente la aceptación del innatismo, a saber, la creencia infundada de que el niño se enseña a sí mismo porque -en esto como el esclavo de la caverna platónica- viene ya al mundo con las ideas innatas que sólo necesita desarollar, y por eso mismo sabe lo que quiere: es el deseo del niño, y no la mano del maestro, el que va llevándole a descubrir la sabiduría.

Esto cuadra además muy mal con la dimensión fuertemente comunitaria y socializante del movimiento anarquista, al carecerse asimismo de una identidad teleológica, es decir, al estar ausente cualquier planteamiento finalístico del ámbito docente: una prueba más de que un anarquismo sin adjetivos excesivamente permisivo con direcciones contradictorias termina al cabo contradiciéndose a sí mismo. Por eso estamos con esta reflexión de J. R. Schmid:

«¿Es suficiente que un cierto número de individuos se encuentren reunidos una parte de la jornada en un mismo local y ocupándose de idénticos trabajos para que formen una comunidad? ¿No sería preciso que se sometieran a una idea, a una finalidad? Los individuos que viven juntos sin estar unidos por una finalidad común únicamente constituyen un 'grupo'. No es el sentimiento de comunidad el que los une sino, todo lo más, un paralelismo de intereses particulares o un 'individualismo recíproco'» (El maestro-compañero y la pedagogía libertaria. Ed. Fontanella, Barcelona, 1973, pp. 229-230).



6. Capitidisminución del maestro: libertad versus autoridad

Bien mirado, el paidocentrismo anteriormente reseñado no es en última instancia sino la manifestación de un vibrante anhelo de autonomía para el niño, a fin de que de esa forma se convierta en un adulto autónomo y socialmente autogestionario. Sin embargo el problema reside aquí nuevamente en la identificación del magisterio con la oposición al proceso autonomizador/autogestionario, tal y como se refleja en los textos siguientes:

«Como nosotros somos partidarios no hipócritas sino sinceros de la libertad individual; como, en nombre de esa libertad, aborrecemos con toda el alma el principio de autoridad, así como todas las manifestaciones posibles de este principio divino; como aborrecemos y condenamos, con toda la profundidad de nuestro amor por la libertad, la autoridad paterna lo mismo que la del maestro de escuela; como las encontramos igualmente desmoralizadoras y funestas; y como la experiencia de cada día nos demuestra que el padre de familia y el maestro de escuela, a pesar de su sabiduría obligada y proverbial, y a causa incluso de esta sabiduría, se equivocan sobre las capacidades de sus hijos mucho más aún que los propios niños; y como, según la ley tan humana pero incontestable y fatal de la cual abusará todo hombre que domine, los maestros de escuela y los padres de familia, al determinar arbitrariamente el porvenir de los hijos, tienen mucho más en cuenta sus propios gustos que las inclinaciones naturales de los niños; como finalmente las faltas cometidas por el despotismo son siempre más funestas y menos remediables que las cometidas por la libertad, sostenemos plena y enteramente contra todos los tutores oficiales, oficiosos, paternales y pedantes del mndo la libertad de los niños a elegir y determinar su propia carrera» (Bakunin: La educación integral. In «L'Égalité». Julio-Agosto, 1869).

«Hay en la escuela algo indefinible, que escapa casi por completo a la acción del maestro, algo desconocido en absoluto por la ciencia pedagógica, y que constituye sin embargo el fondo mismo del buen éxito de la enseñanza: es el espíritu de la escuela. Este espíritu está sometido a leyes ciertas y a la influencia negativa del maestro, es decir, que el maestro debe abstenerse de ciertas cosas para no destruir este espíritu. El espíritu de la escuela se encuentra siempre en razón inversa de la intervención del maestro en la órbita del pensamiento, en razón directa del número de alumnos, en razón inversa de la duración de las lecciones, etc» (León Tolstoi: La escuela de Yasnaïa Poliana. Ed. Júcar, Gijón, 1977, p. 77).

Sin embargo ¿no se habrá preguntado honestamente ningún educador anarquista si acaso el alumno no va a exigirnos cuenta a nosotros educadores por dejación de nuestras responsabilidades? «Temo a menudo -decía un maestro- al pensar en la época en que se produzca un despertar en nuestros alumnos y nos reprochen: ¿Por qué no me has proporcionado, en el momento oportuno, algo que me pueda servir realmente para la vida? Estos alumnos que ahora hacen lo que quieren ¿podrán más tarde cuando tengan que ganarse la vida, realizar verdaderamente los trabajos a que les obligue el deber?» Por mi parte suscribo solidariamente estas palabras al respecto:

«A pesar del riesgo de ser tildado de reaccionario, creo que la escuela no ha de tener como única finalidad la de estar al servicio del niño. La sociedad que ha creado la escuela y se ha sacrificado por ella tiene también sus derechos sobre la misma. No para poner a la escuela al servicio de sus intereses económicos o de su provecho material, sino por el derecho legal de exigir que la escuela colabore en la tarea espiritual que incumbe a la humanidad; transmitir a la juventud los valores religiosos, estéticos, científicos y sociales que la sociedad se esfuerza en realizar siempre en su existencia; educar en el respeto de tales valores y comunicar la voluntad de participación para realizarlos. ¿Existe otra institución mejor que la escuela para ralizar esta misión? Es verdad que la escuela debe ser un hogar para la juventud, un ambiente que facilite un desarrollo sano y normal, pero también debe ser el lugar en el que la juventud tome contacto con una cultura que ella no ha creado pero que debe conocer y respetar y cuya evolución un día será llamado a continuar. En resumen, la educación no ha de regirse sólo por las necesidades del presente sino también por las del futuro y, en cierta medida, por el pasado representado en la herencia espiritual» (J. R. Schmid: El maestro-compañero y la pedagogía libertaria. Ed. Fontanella, Barcelona, 1973, pp. 227-228).



7. Capitidisminución de las autoridades académicas

En coherencia con la dinámica libertaria de rechazo de las autoridades docentes, defiéndese también el rechazo de las autoridades académicas. Y a decir verdad lo cierto es que, como contrapunto al menos frente a tanto academicismo borde y pedante, a tanta burocracia y a tanto engolamiento de «las autoridades» (siempre el burro delante pa que no se espante, siempre en interminable plural cuando se trata de estar a las medallas medallas, escasamente en singular cuando hay que estar al servir), el texto siguiente, que es producto no sólo de la teoría sino de la experiencia durante decenios, me gusta y lo aplaudo y lo admiro:

«En La Colmena hay un Director, pero lo es tan poco que, si se le da a esta palabra el sentido que se le atribuye de ordinario, cabe decir que no existe en absoluto.

Uno de nosotros -yo, por ahora- tiene el título de Director. Para los propietarios, cuyos inquilinos somos nosotros, para los proveedores, para las familias que nos confían a sus hijos, para los grupos que por centenas y para los compañeros que por millares siguen con interés la marcha de La Colmena, para las autoridades y la administración, es necesario un Director porque tiene que haber un responsable. Comprometerse, contestar, firmar, salir fiador, este es el papel del Director. Intervenir en todas las negociaciones con el exterior, escribir y hablar en nombre de La Colmena, esta es su función. ¡Pobre Director!.

Pero tan pronto como este Director deja de estar mirando al público y de hacer frente a los proveedores, a los propietarios, a los banqueros, al recaudador, a las autoridades constituídas, a los grupos y a los compañeros, se vuelve hacia sus colaboradores y entra en la fila; se convierte en uno de ellos, una unidad como cada uno de ellos, ni más, ni menos.

Si hay que tomar una decisión, tiene voz en el capítulo con el mismo derecho que los otros; expresa su parecer, emite su opinión como los demás, y su parecer no tiene ningún valor añadido. Se le da la razón si se estima que la tiene, se le quita en caso contrario; no es el superior de nadie, tampoco el inferior: es igual a todos. Vivimos en una sociedad tan corrompida de autoridad, de disciplina, de jerarquía, que lo que precede parecerá a la mayoría inverosímil o muy exagerado. A mis colaboradores y a mí esto nos parece muy natural y muy justo. En un medio comunista libertario esto no podría ser de otra manera» (Sebastian Faure: L'Encyclopédie Anarchiste, Paris, 1926-1935).



8. Ni exámenes, ni premios, ni castigos

La desgraciadamente inveterada identificación anarquista entre autoridad y autoritarismo, así como entre poder y poderío, conduce a los teóricos de sus escuelas a rechazar lo que suponen prácticas de autoritarismo y de disimetría judicial entre el juez-profesor y el juzgado-alumno. He aquí algunas manifestaciones inequívocas de tres de los más grandes teóricos y prácticos de la educación anaquista, ellos entre sí muy diferentes a su vez pero en esto muy concordantes. Primero el ruso:

«Las respuestas acerca de los deberes y los exámenes son restos de la superstición de la escuela en la Edad Media, perjudiciales e imposibles en el actual orden de cosas. Alli donde los exámenes están introducidos (y entiendo por exámenes toda obligación de responder acerca de un asunto dado), parece sólo una nueva materia inútil que exige un trabajo y aptitudes especiales; y esta materia se llama preparación para los exámenes y deberes. El alumno aprende la historia, las matemáticas, y además y sobre todo, el arte de responder en los exámenes. Yo no encuentro que sea este arte una rama útil de la enseñanza» (Leon Tolstoï: La escuela de Yanaïa Poliana. Ed. Júcar, Gijón, 1977, pp. 74-75).

Después, el catalán y sobre todo esperantista:

«De los exámenes no saca nada bueno el alumno y recibe, por el contrario, gérmenes de mucho malo: la vanidad enloquecedora de los altamente premiados; la envidia roedora y la humillación, obstáculo de sanas iniciativas, en los que han claudicado; y en unos y en otros, y en todos, los albores de la mayoría de los sentimientos que forman los matices del egoísmo» (Francisco Ferrer Guardia: La Escuela Moderna. Ed. Júcar, Gijón, 1976, p. 92).

Finalmente el francés que sostenía en parte a su centro con el peculio de las propias conferencias:

«Lo que se siembra por las calificaciones y distinciones es: entre los mejores, vanidad, presunción, desprecio a los inferiores, arribismo incluso; entre los peores, envidia, decepción, desgana por el esfuerzo, resignación...

El niño sólo debe compararse a sí mismo, sólo puede competir consigo mismo. El educador tiene el deber de comparar el niño de hoy con el de ayer, de la misma manera que comparará el de mañana al de hoy. Este es el procedimiento que hemos seguido en La Colmena y únicamente hemos tenido que felicitarnos por la supresión del sistema de calificaciones» (Sebastian Faure: L'Encyclopédie Anarchiste, Paris, 1926-1935).

Y de nuevo el esperantista catalán:

«En la Escuela Moderna no había premios ni castigos, ni exámenes en que hubiera alumnos ensoberbecidos con la nota de sobresaliente, medianías que se conformaran con la vulgarísima nota de aprobado, ni infelices que sufrieran el oprobio de verse despreciados por incapaces» (Francisco Ferrer Guardia: La Escuela Moderna. Ed. Júcar, Gijón, 1976, p. 88).

Ahora bien, a nueva afirmación nueva aporía. La pedagogía «sin exámenes» tan cara a estos autores resulta ser por paradoja una asignatura pendiente del anarquismo, pues estando muy bien para el niño, quizá no lo esté tanto para la sociedad, pues ¿cómo entregar el título de médico o de arquitecto a alguien a quien de alguna manera no hayamos examinado previamente? He ahí de nuevo cómo esta pedagogía está pensada en favor del goce infantil pero a espaldas de la sociedad; regida por el principio del placer, no lo está por el principio de la necesidad social, donde por cierto sí que hay exámenes selectivos hasta el exceso y donde el irenismo desaparece por ensalmo. Así pues ¿cómo establecer el necesario puente entre escuela y compromiso social?

Otro tanto puede decirse de la pedagogía «sin premios ni castigos», trasunto a su vez de la sin embargo imposible moral «sin obligación ni sanción» postulada en su día por Guyau.

En definitiva, precisamente en este asunto se pone de relieve paradigmáticamente la contradicción propia (y el consiguiente desfase voluntarista) entre:

- la epistemología anarquista, que por una parte idea una escuela irreal, ensimismada, protectora del niño hasta el límite, desvinculada o desentendida de la realidad social estructuralmente;

- y por otra parte la praxis absolutamente militante, socializante, rompedora en el terreno testimonial del cambio de las estructuras.



II. Una práctica social testimoniante



9. Educación y cambio social: ineludible implicación

El anarquismo presenta, pues, una teoría pedagógica que dada su insistencia en la libertad sin adjetivos le acerca en muchos aspectos al liberalismo. Pero felizmente (aunque contradictoriamente) la práctica social, siempre orientada hacia la presencia comunitaria, le separa de su propio fundamento epistemológico marcadamente liberal.

Basten unos breves textos para poner de relieve esa estricta e inequívooca condición sociocéntrica de la práctica educativa anarquista, de la mano del ruso Michail Bakunin:

«¿Todos los individuos son igualmente capaces de alcanzar el mismo grado de educación? Imaginemos una sociedad organizada según el modo más igualitario y en la que todos los niños tendrán desde su nacimiento, tanto en el plano económico y social como en el político, absolutamente el mismo cuidado, la misma educación y enseñanza, ¿no habrá entre estos millares de pequeños individuos diferencias infinitas de energía, de tendencias naturales, de aptitudes?

Este es el gran argumento de nuestros adversarios, burgueses puros y socialistas burgueses. Lo creen irresistible. Intentemos, pues, probar lo contrario. En primer lugar ¿con qué derecho apelan a las capacidades individuales? ¿hay sitio para el desarrollo de esas capcidades en la sociedad tal como es? Evidentemente no, pues desde el momento en que haya herencia la carrera de los niños no será nunca el resultado de sus capacidades y de su energía espiritual: los herederos ricos, pero necios, recibirán una enseñanza superior; los niños más inteligentes del proletariado continuarán recibiendo en herencia la ignorancia, igual que hasta ahora. ¿No constituye, pues, una hipocresía, un engaño infame, hablar de derechos individuales fundados en capacidades individuales no sólo en la actual sociedad, sino incluso con vistas a una sociedad reformada que sin embargo siguiera teniendo como bases la propiedad individual y el derecho de herencia?

Pero una vez que la igualdad triunfe y esté bien consolidada ¿no habrá ya ninguna diferencia entre las capacidades y los grados de energía de los diferentes individuos? La habrá no tanto quizá como hoy, pero sin duda existirá siempre. Si en el mismo árbol jamás hay dos hojas idénticas, con mayor motivo será así tratándose de humanos, siendo éstos mucho más complejos que las hojas. Sin embargo esta diversidad, lejos de ser un mal, es al contrario una riqueza del hombre, como lo ha observado muy bien el filósofo alemán Feuerbach: gracias a ella la humanidad es un colectivo donde cada uno completa a los otros y los necesita, de modo tal que esa diversidad infinita de los individuos humanos es la causa, la base principal de la solidaridad, un argumento todopoderoso en favor de la igualdad. La inmensa mayoría de los hombres no son idénticos sino equivalentes y por ende iguales. No quedan, pues, en la argumentación de nuestros adversarios más que los hombres de talento y los idiotas.

El idiotismo es una enfermedad fisiológica y social. Debe ser, pues, tratado no en las escuelas, sino en los hospitales y tenemos derecho a esperar que la introducción de una higiene social más racional que la de hoy, y sobre todo más cuidadosa con la salud física y moral de los individuos, y la organización igualitaria de la nueva sociedad, acabarán por hacer desaparecer completamente de la superficie de la tierra esta enfermedad tan humillante para la especie humana.

Y no hay que olvidar jamás las palabras profundas de Voltaire: 'Existe alguien que tiene más inteligencia que los genios más grandes, es todo el mundo'. Sólo se trata por tanto de organizar este todo el mundo con la mayor libertad fundada en la más completa igualdad económica, política y social, para que ya no haya nada que temer de las veleidades dictatoriales y de las ambiciones políticas de los hombres de talento» (Bakunin: La educación integral. In «L'égalité». Julio-Agosto de 1869).



10. Educación integral y militante

El enfoque comunitario del anarquismo, por tanto, nadie podría negarlo, y queda además reforzado con esa voluntad de desarrollo armonioso que siempre encontramos allí, bajo el lema implícito del mens sana in corpore sano:

«Los maestros, los profesores, los padres, son todos miembros de esta sociedad, todos más o menos embrutecidos o desmoralizados por ella. ¿Cómo darían a los alumnos lo que les falta a ellos mismos? Sólo con el ejemplo se predica bien la moral y, al ser nuestra moral contraria a la moral actual, los maestros (necesariamente dominados por esta última) harían delante de sus alumnos todo lo contrario de lo que les predicarían. Por consiguiente, nuestra educación es imposible en las escuelas lo mismo que en las familias actuales.

La educación integral resulta imposible en ella: los burgueses no comprenden de ninguna manera que sus hijos se hagan trabajadores, y los trabajadores están privados de todos los medios para dar a sus hijos la enseñanza científica.

Me gustan mucho estos buenos socialistas burgueses que nos gritan siempre: 'Eduquemos primero al pueblo, y emancipémoslo después'. Nosotros, al contrario, decimos: Que se emancipe primero, y se educará por sí mismo. ¿Quién educará al pueblo? ¿Vosotros? Pero vosotros no lo educáis, lo envenenáis al pretender inculcarle todos los prejuicios religiosos, históricos, políticos, jurídicos y económicos. Con su trabajo cotidiano y con su miseria lo dejáis reventar, y le decís: '¡Educaros!'. Nos gustaría mucho ver cómo os educaríais todos vosotros con vuestros hijos después de trece, catorce, dieciséis horas de trabajo embrutecedor, con la miseria y la incertidumbre del día siguiente como única recompensa» (Bakunin: La educación integral. In «L'égalité», Julio-Agosto, 1896).

A tenor de lo dicho la educación integral precisa una rotación laboral, santo y seña diferenciador del anarquismo que arrastró incluso ulteriormente a los más moderados defensores de la Escuela Nueva como Adolfo Ferrière, rotación laboral de la que hablan los textos siguientes:

«So pretexto de la división del trabajo se ha separado violentamente el trabajo intelectual del manual. A la división de la sociedad en trabajadores intelectuales y manuales nosotros oponemos la combinación de ambas clases de actividades; y en vez de la 'educación técnica' que impone el mantenimiento de la presente división entre las dos clases de trabajos referidos, proclamamos la educación integral o completa, lo que significa la desaparición de tan perniciosa distinción. Claramente expresada, la aspiración de la escuela bajo este sistema debería ser la siguiente: proporcionar una educación tal, que al dejar las aulas a la edad de dieciocho o veinte años, los jóvenes de ambos sexos se hallaran dotados de un capital de conocimientos científios que les permitiera trabajar con provecho para la ciencia, dándoles al mismo tiempo un conocimiento general de lo que constituyen las bases de la enseñanza técnica y la habilidad necesaria en cualquier industria especial para poder ocupar su puesto dignamente en el gran mundo de la producción manual de la riqueza» (Kropotkin: Campos, fábricas y talleres. Ed. Zero, Bilbao, 1972).

«Gracias a ese sistema más de la mitad de la jornada laboral quedaría libre para que cada uno la dedicase al estudio de las ciencias y de las artes o a cualquier hobby; y su labor en este terreno sería tanto más provechosa cuanto más productivo fuera el trabajo realizado durante el resto del día, si el dedicarse a la ciencia y al arte fuera el producto de la inclinación natural y no cuestión de conveniencia e intereses. Por lo demás, una comunidad organizada bajo el principio de que todos fueran trabajadores sería lo bastante rica para convenir en que todos sus miembros, varones y mujeres, una vez llegados a cierta edad, por ejemplo desde los cuarenta en adelante, quedasen libres de la obligación moral de tomar parte directa en la ejecución del trabajo manual necesario, pudiendo así dedicarse por completo a lo que más le agradara en el tereno de la ciencia, del arte o de cualquier trabajo» (Ibidem).

«Es evidente que la celeridad en el trabajo es un factor importante en la producción. Pero hay dos clases de celeridades: la que vi en una fábrica de cintas en Nottingham, donde hombres adultos, con manos y cabezas temblorosas, trabajaban de un modo febril, mecánico y violento... Pero también existe la celeridad que representa una economía de tiempo de los obreros diestros obtenida mediante la educación que nosotros preconizamos... De los ojos y la mano al cerebro: este es el verdadero principio de la economía de tiempo en la enseñanza... No faltará quien diga que reducir los hombres de ciencia a la categoría de trabajadores manuales significaría la decadencia de la ciencia y del genio; pero probablemente sucedería lo contrario, esto es, un progreso tal de las ciencias y de las artes y un tan gran adelanto en la industria, que apenas lo podríamos prever comparado con la época del Renacimiento» (Ibidem).

En conclusión

Una teoría que se ve contradicha por una práctica, y a la inversa, no pueden conducir más que a la derrota de la propia convicción, derrota de la cual sin duda procurará sacar ventajas quien se encuentre al loro en el otro extremo de la oposición. En consecuencia habrá que ser extremadamente cuidadoso en la elaboración de una relación articulada y armónica entre la reflexión y la acción cuando se quiera dar un gran testimonio militante capaz de evitar la apostasía que comienza por la propia decepción que sigue a la percepción de que entre la teoría y la práctica algo no va bien. Para lo cual es menester no bajar la guardia.

Pues de lo contrario correremos siempre el gravísimo riesgo de equivocarnos de nombre y por ende de equivocarnos también de realidad.

Universidad Complutense - Madrid

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